James Karlsson tuvo que dar muchas vueltas por las sinuosas callejuelas de Sargoth antes de encontrar la entrada a la ciudadela. No obstante era aún temprano cuando se encontró ante las enormes puertas que guardaban el castillo del Rey, unos portones de madera que parecían medir más de 25 pies de alto, rodeados de una fuerte empalizada de madera de roble. Por encima de estas defensas se podían vislumbrar las imponentes torres de madera del castillo, grande y coronado por un tejado decorado con temibles gárgolas de dragones de la mitología nórdica.
Las puertas las guardaban cuatro fornidos soldados de la guardia del rey, ataviados con túnicas de pieles negras y pesados cascos de los que colgaban mallas de metal para cubrir el rostro. James mostró su permiso a uno de los guardias, pero inmediatamente obligó al muchacho a que se fuera y no volviera hasta que el sol estuviera mucho más alto. Lógicamente, los señores de guerra del Norte no querrían ser molestados a tan temprana hora de la mañana. A James no le corría prisa, así que se alejó tranquilamente de la ciudadela para volver a sumirse en el mar de calles de la ciudad.
Así pasaron varias horas, investigando y paseando por los distintos recovecos de Sargoth. Visitó la arena, que también se hallaba cerrada; visitó la plaza central, donde ya algunos madrugadores mercaderes empezaban a abrir sus negocios (ningún producto parecía estar al alcance del bolsillo de James); y finalmente pasó la mayor parte del tiempo en una taberna de la plaza que tenía aspecto de ser antiquísima.
La planta baja parecía estar destinada al almacén, así que subió los viejos escalones de madera, que crujían como un montón de hojas secas bajo los pies, y tomó un par de cervezas negras en la primera planta, junto a la compañía de varios soldados que se encontraban también de permiso.
Entabló especial conversación con un joven llamado Brynjolf, un soldado de la guardia personal del Jarl Aeric. Él y el resto de la hueste de Aeric habían llegado hacía dos días a Sargoth, uno de los primeros ejércitos en acudir a la llamada del rey.
Gracias a Jurgen pudo James saber que aún no habían acudido todos los señores de guerra del norte a la llamada del rey Ragnar: Aeric se había presentado con una hueste de 200 hombres, Faarn, Gearth y Reamald habían traído casi 300 hombres cada uno, y también habían llegado Olaf, Marrayirr y Logarsson, sumando entre los tres más de 500 soldados.
Todos se hospedaban en los salones del rey, y estaban discutiendo los planes de guerra mientras esperaban la llegada de los otros señores.
Ya con el estómago y la curiosidad saciadas, James se despidió de sus compañeros y se encaminó de nuevo hacia el castillo. Habían pasado tres horas, y si los nobles del Norte seguían durmiendo dejaría sus agradecimientos para otra ocasión.
Cruzando ya las puertas de la ciudadela pudo ver James a dos hombres ricamente vestidos que caminaban por el patio seguidos de varios guardias. Hablaban animados de temas que debían ser muy divertidos, porque los dos señores reían ruidosamente y con voces graves. No quiso James interrumpir su diversión, por lo que pasó junto a ellos sin molestar y se acercó al guardia de la puerta del castillo para pedir la entrada.
Allí le confiscaron la espada, asegurándole que se la devolverían a la salida.
Era una herencia de su padre, y aunque ya empezaba a hacerse visible que necesitaba un nuevo afilado, la espada era de muy buen temple y acero noble. Al parecer el guardia lo constató y se aseguró personalmente de que la espada estuviera a buen recaudo. Tras esto entró en el castillo, siempre bajo la atenta vigilancia del mismo guardia, que le seguía y le conducía allí donde había solicitado James: el lugar donde se encontrara el Jarl Logarsson.
El castillo del rey Ragnar era una gran fortaleza de madera y piedra, con amplios salones débilmente alumbrados por la luz de las antorchas, conectados por una serie de pasillos atestados de fornidos guardias, que portaban las distintas heráldicas de los vasallos del Norte y se encargaban de guardar las habitaciones de sus señores.
Al fin llegaron a los aposentos del Jarl Logarsson, que se encontraba en su sala, discutiendo temas de guerra junto al Jarl Aeric y el Jarl Gearth.
Lógicamente, James no fue capaz de distinguir en un primer momento al Jarl Logarsson, único motivo de su visita, entre los otros hombres que se hallaban en la sala. Por suerte, poco después de cruzar el umbral de la puerta, el guardia que seguía a James lo anunció de esta manera:
-Disculpen la interrupción, mis señores, pero este hombre trae una nota y la intención de hablar con el Jarl Logarsson.
Al oír esto, el hombre que se hallaba sentado en el centro de la mesa se levantó lentamente. Era el Jarl Logarsson un hombre de no más de 40 años, de barba corta y muy negra, porte fuerte y grande, como la mayoría de los nórdicos. Tenía ese porte, sin embargo, algo de arrogancia que James, por su asombro y agradecimiento, no fue capaz de ver.
-Bueno, joven. ¿Quién eres y cuál es el mensaje que traes contigo? Procura no hacernos perder demasiado el tiempo, porque cuando los señores de guerra del Norte están imaginando las guerras que van a librar, es de estúpidos interrumpirlos.
-Mi señor Jarl, mi nombre es James, hijo de Joric Karlsson. He viajado largos días para mostraros mis más sinceros agradecimientos por lo que hicisteis vos y vuestros hombres en el bosque cerca de Jelbegi. Salvasteis mi vida al rescatarme de los bandidos, y me disteis todas las comodidades y cuidados para que sanara en vuestro castillo. Mi señor, yo vengo de las lejanas tierras de Swadia y allí, cuando un señor hace tanto bien y tales favores por un súbdito, el súbdito busca toda manera posible de devolverle el favor al señor. Así que, mi señor Jarl Logarsson: ofrezco mi espada en vasallaje a vos y vuestra casa, prometiendo mis servicios, compañía y protección hasta el fin de mis días.
Y, mi señor, tened por seguro que no encontraréis sirviente tan agradecido, sirviente tan dispuesto a dar la vida por vos como lo haré yo, ni nadie que honre tanto vuestro nombre como lo haré yo. Podréis rechazar mi oferta, pero en cualquier caso buscaré la forma de saldar mis deudas con vos de un modo u otro, y es muy posible que llegara a pareceros pesado por esta otra vía.
Acto seguido se arrodilló, fijando la vista al suelo en acto de sumisión, temiendo que estas torpes y atrevidas palabras condujeran al predecible resultado: el Jarl ordenara su inmediata expulsión de la sala y un par de azotes por el atrevimiento.
Pero el Jarl rió. Rió ruidosamente, una risa que contagió rápidamente a sus compañeros de armas. Pasó un minuto entero antes de que se levantara, aún divertido y dijera:
-¿Así que James Karlsson, hijo de Joric Karlsson quiere servirme? Desde luego que me servirás. Me servirás en la primera línea de mi infantería cuando la semana que viene libremos batalla contra nuestros enemigos.