Capítulo 3.
Cantos de alegría, llantos de terror.
La figura de Strelok se detuvo al cruzar una de las enormes dunas próximas al campamento, ya no cabía duda de que era el, era inconfundible, incluso parecía que el propio desierto se preparó para recibirle, una leve brisa se levantó removiendo así la interminable arena que les rodeaba, el sol comenzaba a salir, como una bola de fuego que se aproxima cada vez más a estallar contra ellos.
Montado en Dadivoso, un semental negro como el carbón, su larga crin se mecía suavemente con el viento, agrandando aún más su esplendor, su hermoso pelaje brillaba con el sol como si de una armadura de de plata se tratara, si imponente figura se detuvo en seco, resoplando una y otra vez, golpeando la arena, levantándola y formando pequeñas nubes de arena a su alrededor, sus ojos negros como el vacío miraban fijamente hacia los nórdicos, parecía un caballo sacado del mismísimo Ragnarok.
La figura de su jinete era aún más imponente, portando una armadura de placas de acero, tan clara e impecable que su brillo deslumbraba a quien osara a mirar fijamente, le cubría completamente sin dejar ni un solo punto accesible a su cuerpo, por su espalda asomaban sus dos hachas, la madera de sus mangos era artesanía del mejor carpintero de toda Calradia, sus hojas eran tan grandes como la cabeza de un adulto, tan afiladas que podrían rebanar esas cabezas con un mínimo esfuerzo, lección que más de un héroe de los otros reinos tenia aprendida. Su enorme imagen parecía sacada de un antiguo cuento Vikingo, esos en los que luchaban hombres gigantes, si bien el no era gigante, más de un hombre grande como uno de esos gigantes había probado sus hachas.
Con una mano sujetaba las riendas de su montura, con la otra sujetaba su estandarte, un hacha clavada en una calavera con una corona sobre ella, el fondo y el borde eran 6 colores, los colores significaban cada una de las tierras de Calradia, un desierto, una montaña, una pradera nevada, un campo verde y una estepa, los bordes eran azules como el mar que cubría las costas del norte.
Mientras permanecía quieto en aquella llanura, respaldado por aquella enorme duna, el sonido del cuerno de guerra se volvió mucho más fuerte, acompañado por el sonido de las armaduras al moverse, armaduras de miles y miles de hombres, como si de un macabro baile se tratara, el baile de la guerra se podría llamar, el cuerno y los pasos formaron una canción que predecía la asombrosa imagen que se vería a continuación.
Nubes inmensas de arena se levantaban tras la duna, los dos sonidos hacían temblar al propio desierto, los sarranies sorprendidos, acudieron rápidamente a ver que ocurría en su querido hogar, incluso el propio Emir se asomó por una de las ventanas, las murallas se llenaron rápidamente de los curiosos que pretendían saber qué diablos estaba ocurriendo, los nórdicos ya habían olvidado lo ocurrido hace unos instantes, no podían creerse lo que veían, su señor había vuelto, volvía para cumplir la promesa que hizo hace meses atrás cuando los recluto, recordando lo que les dijo en ese momento...
-“Soldados, escuchadme bien, pues nunca tendré la necesidad de repetir esto otra vez. ¡Ahora sois mis hombres, mis guerreros, mis hermanos, como tales, debéis luchar por mí, matar por mí, sangrar por mí, mi sangre es vuestra sangre, mi comida será vuestra comida, mis méritos serán vuestros méritos, mis victorias serán vuestras victorias, nunca jamás sufriremos una derrota, nunca jamás me rendiré, jamás os abandonare, juntos pondremos de rodillas a toda Calradia, juntos seremos inmortales!”
Mientras los nórdicos, recordando esas palabras, gritaban el nombre de Strelok una y otra vez, castigándose a si mismos en silencio por haber dudado de su señor, se juraron no volver a dudar de el jamás y permanecer a su lado hasta el mismísimo Ragnarok. Por otra parte, los sarranies comenzaron a temer lo que verían a continuación, sus rostros mostraban el peor de los miedos, un terrible escalofrió recorría sus cuerpos, la muerte se acercaba, a lomos de un caballo negro y portando un estandarte que ya por esos tiempos, inspiraba miedo, el Jarl Strelok había puesto sus ojos sobre su castillo y tarde o temprano seria suyo.
Los estandartes del Conde Talbar comenzaron a asomarse por aquella duna, para posteriormente ser acompañados por miles y miles de largas y afiladas lanzas, los escudos ya se veían claramente, enormes paveses decorados con antiguos dibujos y grabados Rhodoks, lentamente comenzaron a aparecer más y más hombres, no se podían ni contar, algunos decían que eran al menos dos mil, otros que eran aproximadamente más de cuatro mil hombres.
Algo estaba claro, una marea de hombres con armaduras pesadas, armaduras cubiertas por tabardos verdes como la hierba, cubría toda la duna y la llanura, los mismísimos dioses tuvieron que disfrutar con aquel espectáculo.
El conde Talmar se acercó al Jarl Strelok, ambos se miraron y sonrieron, levantaron sus estandartes y ambos ejércitos comenzaron a gritar , el terrible estruendo que aquello provoco recorrió los atemorizados corazones de los sarranies que, estupefactos, observaban aquella marea de hombres dispuestos a no conquistar solo su castillo, si no toda su patria y lo que encontraran por el camino.
Entre abrazos y gritos se saludaban ambos bandos de los ejércitos, los nórdicos les ofrecían su querida Hidromiel, los Rhodoks para agradecerles aquello, les ofrecían las provisiones que traían desde Jelkala, carros repletos de frutas y carne seca, para ellos un auténtico manjar.
Pronto comenzaros a montar las tiendas los Rhodoks, no tardaron mucho, pues los nórdicos encantados les ayudaban a montarlas, por primera vez en siglos, ambos ejércitos se trataban como hermanos, la guerra había comenzado, el Reino del Norte y el Reino Rhodok se habían aliado para borrar del mapa a los sarranies...
"Solo los muertos ven el final de la guerra"
Cantos de alegría, llantos de terror.
La figura de Strelok se detuvo al cruzar una de las enormes dunas próximas al campamento, ya no cabía duda de que era el, era inconfundible, incluso parecía que el propio desierto se preparó para recibirle, una leve brisa se levantó removiendo así la interminable arena que les rodeaba, el sol comenzaba a salir, como una bola de fuego que se aproxima cada vez más a estallar contra ellos.
Montado en Dadivoso, un semental negro como el carbón, su larga crin se mecía suavemente con el viento, agrandando aún más su esplendor, su hermoso pelaje brillaba con el sol como si de una armadura de de plata se tratara, si imponente figura se detuvo en seco, resoplando una y otra vez, golpeando la arena, levantándola y formando pequeñas nubes de arena a su alrededor, sus ojos negros como el vacío miraban fijamente hacia los nórdicos, parecía un caballo sacado del mismísimo Ragnarok.
La figura de su jinete era aún más imponente, portando una armadura de placas de acero, tan clara e impecable que su brillo deslumbraba a quien osara a mirar fijamente, le cubría completamente sin dejar ni un solo punto accesible a su cuerpo, por su espalda asomaban sus dos hachas, la madera de sus mangos era artesanía del mejor carpintero de toda Calradia, sus hojas eran tan grandes como la cabeza de un adulto, tan afiladas que podrían rebanar esas cabezas con un mínimo esfuerzo, lección que más de un héroe de los otros reinos tenia aprendida. Su enorme imagen parecía sacada de un antiguo cuento Vikingo, esos en los que luchaban hombres gigantes, si bien el no era gigante, más de un hombre grande como uno de esos gigantes había probado sus hachas.
Con una mano sujetaba las riendas de su montura, con la otra sujetaba su estandarte, un hacha clavada en una calavera con una corona sobre ella, el fondo y el borde eran 6 colores, los colores significaban cada una de las tierras de Calradia, un desierto, una montaña, una pradera nevada, un campo verde y una estepa, los bordes eran azules como el mar que cubría las costas del norte.
Mientras permanecía quieto en aquella llanura, respaldado por aquella enorme duna, el sonido del cuerno de guerra se volvió mucho más fuerte, acompañado por el sonido de las armaduras al moverse, armaduras de miles y miles de hombres, como si de un macabro baile se tratara, el baile de la guerra se podría llamar, el cuerno y los pasos formaron una canción que predecía la asombrosa imagen que se vería a continuación.
Nubes inmensas de arena se levantaban tras la duna, los dos sonidos hacían temblar al propio desierto, los sarranies sorprendidos, acudieron rápidamente a ver que ocurría en su querido hogar, incluso el propio Emir se asomó por una de las ventanas, las murallas se llenaron rápidamente de los curiosos que pretendían saber qué diablos estaba ocurriendo, los nórdicos ya habían olvidado lo ocurrido hace unos instantes, no podían creerse lo que veían, su señor había vuelto, volvía para cumplir la promesa que hizo hace meses atrás cuando los recluto, recordando lo que les dijo en ese momento...
-“Soldados, escuchadme bien, pues nunca tendré la necesidad de repetir esto otra vez. ¡Ahora sois mis hombres, mis guerreros, mis hermanos, como tales, debéis luchar por mí, matar por mí, sangrar por mí, mi sangre es vuestra sangre, mi comida será vuestra comida, mis méritos serán vuestros méritos, mis victorias serán vuestras victorias, nunca jamás sufriremos una derrota, nunca jamás me rendiré, jamás os abandonare, juntos pondremos de rodillas a toda Calradia, juntos seremos inmortales!”
Mientras los nórdicos, recordando esas palabras, gritaban el nombre de Strelok una y otra vez, castigándose a si mismos en silencio por haber dudado de su señor, se juraron no volver a dudar de el jamás y permanecer a su lado hasta el mismísimo Ragnarok. Por otra parte, los sarranies comenzaron a temer lo que verían a continuación, sus rostros mostraban el peor de los miedos, un terrible escalofrió recorría sus cuerpos, la muerte se acercaba, a lomos de un caballo negro y portando un estandarte que ya por esos tiempos, inspiraba miedo, el Jarl Strelok había puesto sus ojos sobre su castillo y tarde o temprano seria suyo.
Los estandartes del Conde Talbar comenzaron a asomarse por aquella duna, para posteriormente ser acompañados por miles y miles de largas y afiladas lanzas, los escudos ya se veían claramente, enormes paveses decorados con antiguos dibujos y grabados Rhodoks, lentamente comenzaron a aparecer más y más hombres, no se podían ni contar, algunos decían que eran al menos dos mil, otros que eran aproximadamente más de cuatro mil hombres.
Algo estaba claro, una marea de hombres con armaduras pesadas, armaduras cubiertas por tabardos verdes como la hierba, cubría toda la duna y la llanura, los mismísimos dioses tuvieron que disfrutar con aquel espectáculo.
El conde Talmar se acercó al Jarl Strelok, ambos se miraron y sonrieron, levantaron sus estandartes y ambos ejércitos comenzaron a gritar , el terrible estruendo que aquello provoco recorrió los atemorizados corazones de los sarranies que, estupefactos, observaban aquella marea de hombres dispuestos a no conquistar solo su castillo, si no toda su patria y lo que encontraran por el camino.
Entre abrazos y gritos se saludaban ambos bandos de los ejércitos, los nórdicos les ofrecían su querida Hidromiel, los Rhodoks para agradecerles aquello, les ofrecían las provisiones que traían desde Jelkala, carros repletos de frutas y carne seca, para ellos un auténtico manjar.
Pronto comenzaros a montar las tiendas los Rhodoks, no tardaron mucho, pues los nórdicos encantados les ayudaban a montarlas, por primera vez en siglos, ambos ejércitos se trataban como hermanos, la guerra había comenzado, el Reino del Norte y el Reino Rhodok se habían aliado para borrar del mapa a los sarranies...
"Solo los muertos ven el final de la guerra"