Me gusta esa forma poética de narrar las desventuras de Guillermo. Ya espero ver qué más le depara. Buen trabajo .
+2
Mikeboix
Lord_Eddard_Stark
6 participantes
El perro de la guerra: un AAR de M&B 0.9xx (100 Years War Mod)
Lord_Eddard_Stark- Moderador
- Mensajes : 676
Facción : Reino Vaegir
_________________
''La única oportunidad que tiene un hombre de ser valiente es cuando siente temor...''
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Pues nada menos que un milagro, auténtico, de los buenos, con prueba gráfica y todo
Capítulo XIX
Os he de contar, señores / si aun no os habéis cansado
de escuchar los graznidos / de este tan torpe bardo
los prodigios sin igual / que tuvieron escenario
no muy lejos de Paris / en octubre de aquel año
setenta y dos del siglo / más maldito de los astros
en que fueron sin final / las pestes, hambres y estragos
de las guerras que anegaban / en roja sangre verdes campos.
Con haberme derrotado / ante los muros de Paris
creyéronse los franceses / capaces de hazañas mil.
Llenos de atrevimiento, / cuando antes temían morir
si enfrentaban a mis armas, / ahora resueltos los vi
a tomarse la venganza / del estrago que infligí
Hallándome así en campaña / no muy lejos de Paris,
entre la corriente del Sena / y mi feudo de Montargis,
saliéronme al encuentro / con ánimo de combatir
dos mesnadas de franceses / sin darme lugar a huir.
No lo hiciera yo aun pudiendo / pues qué se diría de mí
si ante fuerzas tan parejas / no las fuera a recibir.
Nunca en mi vida vi / terreno más espantoso;
en una garganta quedamos / en un paso tan angosto
que habíamos de marchar / en hilera y poco a poco.
Los franceses dominaban / ambas salidas del pozo
y allí dentro mis jinetes / serían pasto de lobos
sin poderse desplegar / atrapados en el fondo
del malhadado torrente / crecido por el otoño
donde enloquecidos piafaban / los caballos más briosos.
Hostigábannos de firme / sin avenirse a atacarnos
a pesar de estar los míos / sin ningún orden formados,
viéndonos fieras presas / de cazadores rodeados
y sintiendo que la vida / caía de nuestras manos.
En el momento supremo / de la desesperación
poniendo nuestras cien voces / en alabanza del Señor
hízose tan gran prodigio / tan sin par aparición
que todos a una gritamos / “Con nosotros está Dios”.
Pues sabed, señores míos / que no fue figuración
sino muy cierto milagro / el que allí aconteció,
y todos los que vivieron / la jornada como yo
os dirán que contemplaron / a San Miguel batallador
a lomos del su caballo, / de los cielos campeador,
con su flamígera espada / y sus alas de algodón
combatiendo con fiereza / por la causa de Chalon.
¡Alabad al santo glitch!
Mudos de asombro quedamos / solo cabía rezar
y allí nos arrodillamos / todos llenos de piedad
mas viendo ser el designio / de los cielos pelear
ordené a mis caballeros / que siguieran con afán
al santo arcángel de Dios / que nos venía a remediar.
Pánico hubo en los franceses / por la ira celestial
que sobre ellos caía / y pronto volvieron atrás
al empuje de los míos / que no dieron lugar
a sus ánimos pasmados / ni aun para confesar.
Vive Dios que nos es mentira / no es fábula ni invención
el milagro que os he narrado / y que al mundo demostró
que era santa la causa mía / y bendecida por Dios
y era impío el Rey de Franica / si a ella no daba razón.
¡Quizás con Paris en mis manos / fuera otra su opinión!
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XX
Recobrados los ánimos con el divino patronato que tan claramente se me mostraba, resolví porfiar en la conquista de Paris, mas no sin discurrir sesudamente el mejor medio de que podría usar para lograrla, dado que tan futil y sangriento había resultado el esfuerzo de asaltar sus muros. El asedio no resultaba tarea baladí, pues obligaba a partir las fuerzas sitiadoras en las dos orillas del Sena, y estorbar la provisión de alimentos era no menos difícil, siendo además tan inquebrantable la voluntad de los defensores que antes comerían piedras que rendirían el burgo.
En estas reflexiones vime asaltado de más perentorias urgencias, pues no debe olvidarse que los ingleses seguían enemistados conmigo y estorbaban en todo lo posible el control de mis feudos. En los primeros días de octubre topé con dos grandes mesnadas cada una de cien lanzas, que, so pabellón escarlata, corrían el campo en torno a Chartres y amenazaban con poner sitio a la plaza. Con ambas hube cruel batalla dando sobre ellas por separado y casi de amanecida, sufriendo grandísimo descalabro los ingleses y cayendo el noble Lord Cordner en mi poder, al que puse a buen recaudo en Chartres en compañía de su rey y otros grandes señores que convidados a mi hospitalidad estaban.
A poco mandaron nueva petición de rescate, esta vez más ajustada, por el rey Eduardo y algún otro de mis prisioneros, de lo que recibí no poco contento, pues agonizaba mi peculio y lamentaba de veras el retener a tan caballeroso monarca, poniendo con esta redención a fin a entrambos problemas. Con este incentivo, además de permitirme con holgura el pago de las soldadas, compré en cuanto pude un brioso caballo de batalla que diera respiro a mi viejo corcel, que tan bien me había servido.
Se me presentó entonces la ocasión de engrandecer mi estado a la par que ponía nuevos peldaños en la escalera que había de llevarme a Paris. Recordareis el castillo de Monterrean, sobre cuyos altaneros riscos se rubricó con la sangre de muchos buenos hombres la primera de mis conquistas y el primero de los desaires reales. Pues no tardó esta plaza en caer de nuevo en manos de los ingleses, que desde ella hostigaban las comarcas aledañas. Este castillo se halla en la margen de poniente del Sena y desde sus torres se vigila el puente que lo atraviesa, por lo que era de gran acomodo para tener acceso al este de Paris y asentar mi dominio sobre las regiones del Loira y el Sena.
Como otras veces, habían descuidado los invasores la guarnición de los castillos arrebatados a Francia con tanta facilidad, pues los franceses no parecían cuidarse de recuperar tales castillos, y una vez más, no bien supe la escasa guarda que en Monterrean quedaba, armé gran hueste y púseme en son de guerra para hacerla mía.
Tendidas las escalas, fue mi gente rechazada en la primera acometida que, llevado de la soberbia y el favor que de los cielos esperaba, fue ordenada por mí con excesivo ímpetu. Mas al segundo asalto que dimos sobre los muros, quedó la brecha desbordada y entraron por ella los mis caballeros, como ángeles vengadores, cada uno hecho un San Miguel de ira y fuego. Ganadas las murallas y el patio, refugiáronse los últimos defensores en la torre del homenaje, mas forzada que fue la entrada, los que no se rindieron dieron allí su alma.
Dejando en la plaza como guardas de ella la mayor parte de la mesnada que traía, marché a buscar nuevos brazos que llenaran los adarves y torres de Monterrean, y los encontré donde siempre estaban dispuestos a dar lo mejor de su juventud para mi causa: en Chalon engrosaron mis filas más de veinte mozos armados de ballestas, que el concejo proveyó a espaldas del usurpador que ostentaba el señorío de mi legítimo feudo.
No bien salía de allí, recibí recado de que fuerzas francesas cercaban Monterrean, mas debió ser por probar la guarda que allí tenía pues huyeron al recibir noticias de mi llegada.
Con esto gané para mi estado el fuerte castillo de Monterrean y la pechera villa de Sens que a la protección de las murallas se recogía y que, por haber sido víctima de mis sacos en el pasado, me era poco afecta. A la par que nuevos feudos y honores, sin duda había de traerme la conquista nuevos quebraderos de cabeza, mas con todo veíame satisfecho y un paso más cerca de culminar mi empresa.
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXI
Mediado octubre seguí fortaleciendo mis feudos y corriéndolos con regular mesnada para disuadir de su empeño a los que quisieran estorbar mi dominio en aquellas tierras. Di caza a algunas partidas de distinta nación que forrajeaban en mis señoríos, y que impedida la fuga, vinieron con gran audacia y valor a la brega, mas fue en vano pues con muy poco perjuicio de los míos, deshechas fueron sus filas.
En estas correrías me enfrenté a Lord Raichs de los ingleses, que con gran arrogancia quiso lidiar en singular combate conmigo, para así dirimir la querella que me planteaba al considerarse el tal Lord Raichs señor de Monterrean por derecho de conquista y concesión de su rey. El mismo derecho de conquista me asistía a mí, de modo que no consentí la afrenta y medimos el campo que entre ambas huestes se extendía para en él trabar estrecha lucha. Condújose con bravura el inglés mas viéndose derribado del caballo por mi lanza, y aunque yo, queriendo lidiar en parejas condiciones, eché pie a tierra y metí mano a la espada, quedó su corazón tan encogido que sucumbió a la cobardía y quiso refugiarse tras sus hombres que vinieron sobre mi, desmontado y solo, con intención de herirme o matarme. Pude verme mal, mas mi destreza y la ligereza de los míos, precipitó la general batalla de la que salimos vencedores con poco daño.
Estando en descubierta en las riberas del Sena, por catar la ciudad de Paris, topé con pareja hueste de franceses, a la que dimos donoso término y a poco me di de bruces con Bertrand du Guesclin, que conducía casi ciento y cincuenta lanzas, y se vino sobre mis setenta. Traían gran fuerza de piqueros y alabarderos cuando de los míos los más eran de a caballo, por lo que hubimos de dividir nuestra ya escasa fuerza para dar en su flanco y procurar desbaratar a los dichos piqueros dejando el camino expedito a la carga, de la que me hice personal cargo. El valor se impuso y los franceses, los más, poco templados en batalla, cedieron al pánico, de lo que resultó nuestra victoria.
Juzgando poder mantener a los enemigos alejados de mi estado, dediqué todos mis esfuerzos a la toma de Paris, que en ningún momento se había apartado de mi mente. Discurrí un medio de vencerla, mas era el asalto difícil y el sitio tanto o más, como he dicho, por lo que tomé la determinación de conjugar ambos, y tratar de forzar la rendición de la plaza sometiéndola a cruel ataque, abatiendo sobre ella tormentas de dardos e ingenios bélicos de los que en estas ocasiones se usan. Para esto, saqué de mis castillos y guardas a todos los tiradores hábiles, especialmente los ingleses, cuya habilidad con el arco había ya probado, mas temiendo dejar desguarnecidas las plazas, puse en su lugar a mis caballeros y peones, y me puse en campaña con casi doscientos hombres, ballesteros y arqueros, todos a pie, sino mis capitanes y unos pocos caballeros de los que me acompañaba.
Cercamos con gran trabajo Paris, por ambas orillas del Sena, haciendo ver mayor fuerza de la que teníamos y trajimos con nosotros los ingenios y máquinas que en secreto habían estado fabricando mis obreros, pues me parecía gran demora el construirlas sobre el campo, y temía pudieran dar los franceses sobre nosotros y hacernos gran daño, pues no tenía qué oponerles sino arcos y flechas.
De éstas cubrimos la ciudad y si muchas eran las flechas y saetas que en los muros rebotaban no eran menos las que, por hábiles manos lanzadas herían las carnes de los defensores o pasaban los techos de las casas. También era constante el funcionar de las máquinas mas no tan intenso como quisiera, por la mala construcción de alguna de ellas. Provistas fueron flechas y proyectiles incendiarios que sembraban gran pavor en la población, pues causaban incendios en las apretadas calles.
Gran progreso lograba con estos ardides, y tenía en poco la resistencia que Paris pudiera oponer de allí a pocos días cuando supe que el rey de Francia, viéndose en trance de perder la más grande ciudad de su reino, había armado a sus huestes y mandado a sus señores dar a la vez sobre mis tres castillos, queriendo con ello obligarme a levantar el sitio, y aprovechando la penuria de gentes en que sus guardas se veían por la empresa parisina.
No era asunto leve pues no era la mesnada que yo llevaba a propósito para romper un asedio en el campo, sino para resistirlo desde las murallas, y poco podría hace contra las tropas reales en campaña si daban sobre mí en furiosa carga. Mas, ¿qué podía hacer? Me fue forzoso abandonar en el árbol el maduro fruto de Paris y salir a defender mis señoríos de tan gran amenaza. Quiso Dios que las fuerzas que en torno a Chartres y Montargis estaban fueran de poco monto y sus caudillos de poco ánimo, pues sin pararse en averiguaciones, levantaron el campo a la menor noticia de mi venida, por lo que pude en estas plazas dejar a mis tiradores y tomar conmigo más fuerte tropa de caballeros y peones. Con ésta salí al campo y no lejos de Monterrean, me di con la misma mesnada del rey Carlos V, que había levantado el campo para venir a mi encuentro. Eran del mismo monto las huestes que llevábamos y tuve amarga entrevista con un su capitán pues el Rey, me dijo, no se dignaba parlamentar con felones sino en el cadalso.
Dióse la batalla con el rey y yo al frente de nuestras tropas. Ambos a caballo galopamos por el campo para reñir en singular combate, aceradas lanzas en ristre, y al primer envite quedó mi lanza hecha pedazos con la moharra en el pecho de la real montura. Cayó a tierra el rey y hubo gran conmoción en sus filas. Antes de que desmontar pudiera para seguir la brega, destacáronse algunos caballeros franceses a estorbarme el empeño y proteger a su rey. Vime rodeado y atacado con saña y vilmente, y me derribaron sin que mis hombre pudieran más que recogerme exánime y llevarme a retaguardia.
A la tarde, repuestos los dos, hubimos nuevo combate. En medio de la refriega, busqué al rey, y de nuevoderribé al jinete de su caballo. Levantóse él y eché yo el pie a tierra, y con poco estorbo, pues andaban ambos ejércitos atentos a la batalla, trabamos combate a espada, dándonos muy fieros golpes, hasta que un afortunado revés dejó a mi oponente caído con una fea herida en el diestro brazo, que sangraba con abundancia. Quise tomarlo preso mas me lo impidió el recrudecimiento del combate alrededor del monarca caído. No me quedó sino montar de nuevo y dirigir las últimas cargas contra el flanco de los piqueros y ballesteros reales. Acabado el combate a favor nuestro, los franceses en retirada recogieron a su rey y con él marcharon a seguro.
Perseguí después de esto a Monsieur de Tansugai, que con cien lanzas venía a relevar al rey en el sitio de Monterrean pero se me huyó hasta los muros de Albe. Con esto conjuré la amenaza que a mis feudos se había hecho mas no me veía muy satisfecho, porque habían mis enemigos logrado su afán que era alejarme de Paris, y sin duda a mi vuelta, estaría la ciudad muy reforzada. Seguía yo resuelto a su expugnación y con mis arqueros y ballesteros me puse de nuevo en campaña. Grande fue mi alegría al comprobar cómo los franceses habían desperdiciado el tiempo de mi ausencia y el burgo seguía en similares condicionas a las que dejé pocos días antes.
Reemprendimos la apretada tormenta de dardos y rocas, de fuego y hierro, y a poco tardar era claro que los parisinos estaban desesperados. Las campanas doblaban todo el día por los incendios y las misas. Muchos hombres y mujeres del pueblo abandonaban la ciudad y al ver que daba órdenes de no estorbarlos, mas al contrario intentaba socorrerlos en lo posible, movióse la opinión del vulgo en mi favor.
Pronto dio la defensa muestras de flaqueza, cosa que aproveché para, provistos de escalas, dar un asalto en las murallas al frente de mis hombres. Poco pudieron oponer los defensores y una vez ganado un tramo, aposté sobre él a mis tiradores ingleses, lo que estorbó cualquier intento de acercarse a nuestra posición. Desde aquí no fue difícil limpiar los adarves de enemigos, y con el recinto de la muralla, cayó en mis manos Paris, pues sus pobladores no quisieron prolongar la resistencia en las calles y me rindieron la ciudad y aun las torres y casas fuertes de los que permanecían enrocados en la defensa.
Como dueño de tan garrida plaza, que por la belleza es una perla y por la riqueza un tesoro, henchí mi pecho de orgullo, pues los cielos habían demostrado una vez más serme propicios y con tan poderoso aliado y la fuerza de mi brazo, no me parecía que existiera príncipe terrenal capaz de obligarme a doblar al testuz en contra de lo que el derecho y la religión dispusieron.
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXII
No habían acabado mis desvelos con Paris en mi poder, antes bien redobláronse mis cuitas y todo el mes de noviembre de mil y trescientos y setenta y dos, lo pasé corriendo de una a otra de mis plazas y castillos, pues cuando no era Monterrean sitiado, lo era Montargis, o Chartres, por el que parecían sentir mis enemigos especial querencia, pues esperaban, o así lo creo, procurar la liberación de los muchos cautivos que en el curso de mi rebelión había hecho, y que tenían en esta fortaleza su aposento y prisión. No, por cierto, era ésta de las peores, pues tratábalos tan cortésmente como su condición y mi bolsa permitían, en la esperanza de que se avinieran a sentar plaza entre los míos, como algunos ya habían hecho.
Fueron incontables las batallas, de más o menos monto, que hube en esos días del otoño, rompiendo sitios y cortando las rutas que a ellos conducían. Mas nunca en todos sus intentos, osaron ni franceses ni ingleses forzar el burgo de Paris, pues sin ser las guardas tan numerosas cono las de los franceses lo fueran, sus muros imponían terror a los atacantes más templados. Me pareció más bien que los ataques que de continuo caían sobre mis feudos, no eran sino con objeto de distraer mis propósitos y estorbarme ulteriores conquistas, pues cuando, a matacaballo, llegaba con los míos a tal o cual castillo amenazado de asedio, encontraba apenas una menguada compañía a la que hacer frente, que se me huía las más veces, y no bien me ponía en su demanda, llegábame recado de que a muchas leguas era cercado otro de mis castillos, con parejos resultados, sin que pudiera yo dejar de atender estas llamadas en el temor de que alguna fuerza mayor lograra realmente forzar alguna plaza por mi negligencia.
Dos veces crucé espadas con el rey de los ingleses en este mes, la primera vez en franca superioridad pues andaba en campaña solo con sus más allegadas guardas, y tras pelear con bravura y ser herido, al fin logró huirse con los pocos de sus hombres que pudieron quedar en pie.
Fue el segundo encuentro entrada la segunda quincena de noviembre y allí nos medimos en mayor igualdad, en las riberas del Sena, no lejos de mi castillo de Monterrean, que el rey amenazaba gravemente y de cuyas guardas engrosé mi mesnada para esta batalla, desbaratando primero con ardides las mesnadas de los señores que al rey acompañaban. Cauteloso Eduardo III, dirigió su hueste bien parapetado tras ella, mas de poco le sirvió pues rompieron filas a la carga de los míos y yo mismo derribé de su montura al inglés, que de nuevo se me escapó de entre las manos, llevado lejos por los más fieles de los suyos.
Fue pródigo el mes en regios encuentros pues también dos veces topé con aquel que fuera mi ingrato señor, Carlos V de los franceses. También en los campos de Monterrean hubimos la primera brega, no bien despuntaba la segunda semana del mes. Se veían los de la flor de lis con alguna superioridad, mas pudo imponerse el valor y la destreza de mis caballeros contra sus peones, más faltos de ésta que de aquél. Por mi espada cayó de su caballo el rey de Francia en un remanso del Sena, de donde si no le sacaran, diera su alma, pues el arnés le empujaba al fondo.
Ya cercano diciembre, recibí noticia de que Carlos V cercaba Chartres con gran fuerza y me encaminé allí, con poco más de cien lanzas. Al llegar a poca distancia del cerco, supe que el francés armaba trescientas, y con gran astucia, logré burlar el sitio y meter a los míos en la plaza, con lo que esperaba resistir el asalto, si se daba, o salir a forzar batalla con toda la guarnición si se prolongaba al asedio. No fue menester ni una cosa ni la otra, pues el rey dejó el campo a cargo de las pocas lanzas de Jean de Piquigny, que nada pudo hacer contra la salida que hice con los míos al amanecer. Marché con mis ciento en demanda del rey al que encontré poniendo ya el cerco a Montargis. Apercibióse y nos enfrentamos entre las picudas y boscosas lomas de esta región, que no son a propósito para operar la caballería. Esto y la gran inferioridad me preocupaban mas, sin duda Dios hizo ver de nuevo su benevolencia para con mi causa y una tras otras rechazamos sus embestidas y embestimos a nuestra vez, haciendo tan gran descalabro que hubieron de retirarse del campo tres veces y volver de nuevo, cada vez más quebrantados sin que flaqueara el ánimo de mi gente, que una y otra vez, hacía recular a los de azul, hasta quedar el campo de nuestro lado con muy poco daño.
Otro caballero me causó gran enfado en aquellos días y fue Lord Cordner de los ingleses, que sin descanso hostigaba a mis villanos y rondaba mis castillos, huyéndose siempre al advertir el polvo que levantaban mis cabalgadas. Llegué a perseguirle hasta Rouen en la Normandía y hasta Bourdeaux en la Aquitania, descuidando mis feudos durante días, más se amparó en los muros de las ciudades y hube de volver al centro del país, pues de nuevo me reclamaban allí. Finalmente atrapé a este insolente caballero cuando se huía de Chartres a finales del mes, siguiendo sus huellas largamente hasta darle alcance y ponerle bajo la sombra de los muros de mi prisión.
En todo este tiempo, cuando las incursiones de los enemigos me lo permitían, no dejaba yo de pensar en el futuro, y en seguir acrecentando y fortaleciendo mis señoríos. Si bien solo Orleáns se interponía en mis ansias por controlar toda la región entre los cursos medios del Sena y el Loira, era grande el esfuerzo que tan gran ciudad precisaba en su conquista y los grandes esfuerzos que necesitó la rendición de Paris no podían todavía ser emulados en tanto no dispusiese de más tranquilidad en mis feudos. Así volví los ojos al este del Sena, donde la guerra entre ingleses y franceses había sido más cruda; y mis ojos se posaron en el castillo de Albe, aquél de gruesos muiros donde murieron mis esperanzas de obtener el justo galardón que mi valía merecía. Con este castillo en mi poder creía serme más fácil la defensa de la margen oriental de Paris y las villas y terrazgos que en esta margen poseía, y poder así centrar mis campañas en el occidente. Por esto alcé nuevamente las armas contra Albe, que si bien los franceses habían conservado estaba muy quebrantada su guarnición. No sin trabajos, escalé las murallas de piedra a la cabeza de los míos, y tanto me costó abrirme paso en la humana muralla que se alzaba detrás, que una vez los míos pisaron el adarve y con formidable empuje echaron a los defensores al patio donde fueron todos rendidos o muertos, yo, sin aliento hube de dejarme caer casi sin sentido contra una almena y aguardar allí el fin de la pelea.
Con esto se completa el relato de los hechos que hubieron lugar en noviembre del año de nuestro Señor de mil trescientos y setenta y dos
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXIII
En el mes de diciembre del Año de Gracia de 1372 vi resueltas muchas de las cuitas a las que enfrentado me había, y aumentadas muchas otras. Mas esta historia debe ser contada en su natural orden. No me daban tregua los insidiosos ejércitos de ingleses y franceses que, en pequeño número, pero con grande determinación, se cernían sobre mis feudos como una plaga de alimañas. Di caza y maté a muchos, como queda dicho, mas otros se me huían y siempre aparecían más en mi espalda, no bien me dirigía a nuevos destinos. Mis pesares se vieron crecidos, incluso, pues, viendo que sus intentos, si bien molestos, eran fútiles, los dos reinos concertaron paces para aplazar su antigua disputa hasta derribar al enemigo común, que no era sino mi principado. Así cerróse el círculo de la Historia, y como yo causé la guerra, por mi causa fue ahora la paz, ni sincera ni larga, pues obedecía a las orgullosas ansias de destruir a quien a los dos reyes había desafiado y derrotado varias veces.
Con el Príncipe de Gales, que llamaban Príncipe Negro, trabé batalla en los pagos de Montargis, con mal final para los suyos y para él, pero no pude prenderlo.
A no mucho tardar, llegó su padre con fuerte hueste, mas viendo desbaratada su vanguardia en Montargis, puso cerco a Monterrean, donde le hice frente. Sorprendidos los ingleses, lanzaron a su caballería con el monarca al frente, mas sucumbió su ataque a mis jinetes, que eran, según se decía y yo así lo creo, los mejores que hollaban los campos de la Cristiandad. Cayó el rey en el fragor de la batalla pero pocos se cuidaron de ello y viendo a la retaguardia de los de escarlata organizarse para la última defensa, ordené la carga sin tardanza. Crueles heridas causaron los arcos de los ingleses entre los míos y aun a mí me hubieran dado tierra al acabar el día si mi gorjal no parara cierta asesina flecha, mas recibieron sus portadores muy cumplida venganza, al quedar aislados de los peones y ser pasto de nuestras espadas. Ganado el campo, me dijeron se hallaba entre los caídos el rey de los ingleses, lo que lamenté amargamente, mas comprobando que seguía con hálito, aunque gravemente quebrantado su cuerpo, hice que lo cargaran sin demora y lo llevé a Paris, donde fue atendido.
En esta ciudad había encargado al más diestro de los armeros un arnés que no desmereciera de los altos honores que había conquistado la fuerza de mi brazo. Este acceso de soberbia me hace hoy sonreírme al meditar en la nimiedad de las vanidades terrenales, pero no por ello era menos hermosa la coraza, digna del mismo Aquiles: peto, espaldar, grebas, todo pavonado y dorado y fundido en el mejor acero.
Provisto de tales arreos, abatíme como una Furia negra sobre la primera hueste que alcanzaron a catar mis batidores. Fue Lord Laruquen de los ingleses, y a fe mía que fue venturoso aquel día y tocado de la Fortuna para él, pues no bien me apercibía para dar sobre los suyos, recibí recado de estar por enésima vez cercado mi castillo de Monterrean, frente a cuyos muros tanta bermeja sangre ha corrido. Y era el sitiador nada menos que el rey Carlos de los franceses y con él sus pares. Con gran congoja, llegámonos a la plaza a uña de caballo y allí, sorprendidos en el campo mientras pasaban la noche, atrapamos contra los muros a monsieur Edouard y a los suyos, quedando muchos muertos y el señor preso antes de poder recibir auxilio. Lo mismo hice a Tanguy de Chatel, mas este escapó en medio de la noche.
Desbaratado ya el sitio, arremetí contra las filas del rey sin temor pues era poca la ventaja de hombres que me sacaba. Al amanecer del día de San Ambrosio, siete de diciembre, trabamos reñida lucha, que fue muy de lamentar para los franceses, que en ella hubieron de perder a muchos de sus más gallardos pares y caballeros y aun a su rey, que cayó cautivo y fue conducido a Paris.
Iba muy ufano con estas últimas hazañas pues esperaba, teniendo en mi poder a las dos coronadas testas, persuadirlas a formar consejo y forzarlas a resolver la amarga cuita de mi rebeldía, y aun la más amarga y más antigua de la larga guerra que aquejaba estas sufridas tierras y que yo sabía muy presente bajo el frágil sello de las paces concertadas poco atrás.
Alojé en Paris a mis forzosos huéspedes con la dignidad que su posición exigía y sin descuidar la seguridad de su prisión, en lo que tomé buena parte del día sin darme descanso tras la cabalgada. Así, cuando hice servir la mesa para la cena mi fatiga era tal que no quise honrarme con la presencia de los reyes y otros altos señores que en mi corte estaban presos y quise tomar ligero refrigerio y retirarme a disfrutar de las suaves sábanas, entre las que no dormía sino muy de cuando en cuando tal era el desvelo de andar de acá para allá, siempre en campaña o en defensa de mis feudos.
Mas no quería la Providencia darme reposo aquella noche, pues me infirmó mi mayordomo de que un noble huésped solicitaba la hospitalidad de mi casa. No quise rehusarla y aun hice traer otro plato a mi mesa. Cual sería mi sorpresa cuando el que creía joven caballero o peregrino presentóse en mi salón con ese regio semblante que inspira respeto y aun temor a los hombres bajos, el inconfundible aire del gran señor. No era otro que Carlos II de Navarra: ¡notable coincidencia la de ver entre aquellos muros de Paris, traídos por el azar, a tres reyes, y a mí caballero de noble aunque oscuro linaje, entre todos ellos como el señor de la plaza y garante de sus vidas!
No os será extraña la disputa que años atrás había llevado al navarro a apoyar la rebelión de Éttiene Marcel con el propósito de reclamar el trono de Francia a la que llamaba usurpadora dinastía de los Valois. Desde aquel fracasó había andado envuelto este monarca en todas las intrigas que alborotaban las cortes europeas, allá en Inglaterra, en la guerra civil de los castellanos y en todas las partes donde hubiera amistades que ganar para volver en su viejo empeño. Sabido había de mi flamante rebelión y viéndome, me dijo, con más seso y fortuna que al aciago Marcel, se ofreció a juntar la fuerza de mi causa con la justicia de la suya si le rendía homenaje y luchaba en su nombre, teniendo así el amparo de un rey que hiciera lícitos mis actos a los ojos de los hombres. Ofrecióse también a mediar en mis cuitas con Inglaterra, con la que Navarra tenía amistad y quedó un tanto corrido cuando le dije que si quería mediar con el rey Eduardo en persona, no le sería costoso pues lo tenía preso en Paris. Mucho más se holgó de saber que Carlos V el de Francia compartía su cautiverio.
Comprended, caballeros, mi posición. Atrapado entre la felonía por hacer guerra a mi natural señor, y la oferta del hombre que me había sido descrito como cruel usurpador. Confieso que allí la moral era cuestión baladí, pues es sabido que la Historia no conocerá otro usurpador que el derrotado ni otro rey legítimo que el vencedor. Nunca quise que mi rebeldía alborotara las cortes extranjeras ni llegase al punto de la guerra civil, que es siempre muy de lamentar, como sabían en aquellos días las gentes del desdichado reino de Castilla. Además, con el Valois en mi poder, cuánto más deseable sería forzarle a hacer la paz que esperar a que lograra evadirse y, con rencorosa saña, renovara la guerra, ya contra mí solo, ya contra el navarro. Resolví por tanto, buscar el concierto con el rey de Francia sin dar al de Navarra cumplida respuesta. Mas la orgullosa casta del monarca no consintió en negociar con su captor ni aun oír hablar de mis condiciones que pasaban condicio sine qua non por la restitución de Chalon, mi feudo. Con pena pero resuelto en lo que debía hacer, pues la Providencia me encaminaba a tal fin, puse mi espada y mi vida al servicio de quien se me mostraba ahora como el más benévolo señor, que me concedió allí mismo el señorío sobre Chalon y sus rentas. Solo me restaba tomarlo de las manos del que lo había usurpado. Pero ahora me veía envuelto en otra cuita mayor y para lograr mis fines me había atado a los de mi señor: restablecer a un descendiente directo de los Capetos en el trono de Francia.
Encontrarme al pretendiente en mi propia ciudad fue una casualidad que me vino de perlas porque ya estaba pensando en abandonar el AAR, sin mucho más que hacer más que seguir para arriba y para abajo conquistando y defendiendo. El apuntarme a la guerra civil me permitiría al menos darle un poco más de juego a la narración con las negociaciones para atraer a los nobles y no solo masacrarlos hasta el hartazgo.
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXIV
No bien vime como vasallo del navarro, supe que no era ligera la tarea de alzarlo en el trono de Francia. Alborotadas estaban las fronteras de los reinos al sur del Pirineo y temiendo mi señor don Carlos que fuera su pequeño reino víctima de las veleidades de castellanos o aragoneses, mantenía allí sus mesnadas, sin poder dedicar un solo hombre y apenas unos pocos dineros en la ambiciosa empresa francesa, de la que me ponía al mando como condestable y mariscal de sus huestes (que no eran sino las mías en tanto que otros señores no se avinieran a luchar bajo el blasón de las cadenas). Quiso además acompañarme como parte de mis gentes de guerra en el azaroso batallar que nos esperaba. Creyendo no sería sino una pasajera calentura caballeresca, acogí a Su Majestad entre los míos muy enhorabuena, esperando no se prolongara mucho su animoso deseo. Tranquilizome jurando que no había de estorbar mi autoridad en la lid sino por el contrario someterse a ella como cualquiera otro de mis caballeros y, convenido esto, nos reunimos para trazar cómo habíamos de conducir la delicada situación en que estaba nuestra causa.
Resolvimos que era urgente menester el allegar a la causa más viriles alientos que la sustentaran con el hierro de las lanzas. Debíamos hacer comprender a los nobles de la Francia las ventajas de renunciar a la pleitesía debida al usurpador Carlos de Valois, lo fútil de su enconada resistencia y las razones de la legitimidad navarra. Nunca fui amigo de intrigas cortesanas, pero las rectas razones podrían ahorrar, como así fue, amargos ríos de sangre.
Sí, ahora mi color en el mapa es rojo, por eso esperaba poder entenderme con Inglaterra, si no es un lío.
Quise primeramente tentar con su libertad y otros agasajos a los dos caballeros principales que obraban en mi poder y de ambos logré sin mucho esfuerzo el apoyo para la causa navarra, de lo que concebí esperanzas de acabar la guerra con poca violencia. Mi desenfrenada rebeldía y la incapacidad de tan gran reino para atajarla, y la ilusoria paz con Inglaterra, habían hundido la moral de los franceses y la confianza en su monarca. No bien fueron liberados, los dos señores, deshechas sus mesnadas y abandonadas sus tierras, fueron a ponerlas en orden y organizar la necesaria defensa y en eso se tomaron varias semanas en que no pudieron salir al campo a honrar su nuevo juramento. En especial apuro se veía Monsieur Edouard, que era señor de la ciudad de Tours y que partió al galope para asegurar su dominio en ella antes de que, viéndola desguarnecida y conociendo la mudanza de su señor, ingleses o franceses la hicieran suya.
En tanto buscábamos los medios de un entendimiento con la Inglaterra (al que su rey se negaba mientras no fuera libertado) seguían los siervos de Albión campando en son de guerra y mi primera batalla bajo el estandarte navarro hubo de ser contra Lord Laruqen, que se había cubierto de infamia con el cruel saqueo de Nemours, que no pudo mi tardanza evitar pero sí vengar, en un funesto acuchillamiento nocturno, en que nuestras fuerzas se enfrentaron con gran dispendio de vidas, aunque impusiéronse los míos por su pericia y superioridad, no sin que lo oscuro de la noche y los bosques en que se metieron los ingleses hicieran la batalla muy penosa.
Topé poco después al tozudo pero valeroso Baron Olivier, de los franceses, al que quise atraer a la causa de la pretensión, mas fue todo en vano y aun viéndose casi triplicada su tropa y habíendole dado yo garantías de marchar en paz con los suyos, estimó en más su honor y quiso reñir, cosechando una gloriosa derrota con su temeraria bizarría.
Ansioso de empresas grandes, volví riendas a Orleans, la perla del Loira, única plaza que restaba en poder de Francia en el corazón central del país, y que nos era muy necesaria para controlar nuestros territorios. No eran mis fuerzas bastantes a acometer el asedio, pero no era tal mi plan, sino que, sabiendo que en la ciudad ostentaba su real mi antiguo patrón y amigo Hugues de Payens, concerté con él una entrevista en terreno franco, y usando de las más discretas razones y apelando a nuestra amistad, logré moverle en favor de Carlos de Navarra, haciéndole ver con fraternal censura que si se negaba al acomodo no tardaría en reunir una hueste que pasara sobre los muros de Orleans como lo hizo sobre los de Paris. Con esto acabó de convencerse y entregó al rey las llaves de la ciudad, conservando por su buen sentido el señorío y las rentas de ella.
No tardó en llegar la temida nueva del ataque inglés a Tours, mas estaban sobre aviso los partidarios de Monsieur Edouard en la ciudad y aun sin haber llegado a ella el señor, pues se vio detenido por diversos contratiempos, habían estos señores tomado el control de la ciudad, tras algunos días de luchas banderizas en las calles y casas fuertes entre ellos y los afectos al Valois, y habían aprestado la defensa, y pudieron resistir hasta que llegaron los míos a desbaratar el asedio, que era más molesto que peligroso, pero en el que corrió abundante la sangre.
Molesto, a fe, pues inmediatamente supe que al otro lado de la Francia, era sitiado el castillo de Senlis, ahora por los franceses, y a matacaballo corrimos allá. Al llegar vimos la plaza en gravísimo peligro, asaltadas sus altas murallas de muchos cientos de hombres, estando menguadísimos los defensores y ausente su señor pues era este el otro caballero que liberado había a cambio de su lealtad y que no bien salió de Paris hubo de volver postrado por unas fiebres de las que aun se estaba recobrando. Viendo lo difícil de una victoria en campo abierto y lo inminente de la pérdida de Senlis, distraje con una emboscada a las guardias y entré con muchos de los míos en el castillo, bajo el manto de la noche, según señal convenida con los defensores por medio de ocultos mensajeros.
Allí, superados todavía en tres hombres por cada uno de los nuestros, pero fuertemente encastillados, resistimos uno tras otro los duros embates de la embravecida marea de libreas azules que se dieron esa misma noche con gran crudeza. Pasamos malas horas de mucho bregar sin ningún reposo, viéndonos en trance de perder el adarve más de una vez, mas aun herido, encabecé la lucha infundiendo valor en los desmayados hálitos de los demás, para arrojar a los enemigos murallas abajo y reconquistar cada palmo arrebatado. Allí vierais la mortal danza de las espadas refulgiendo a la pálida luna con reflejos ora de plata ora de rubí. Finalmente estuvo de Dios la victoria de los defensores con grandísimo quebranto de los franceses que perdieron aquella noche, si no me engaño, no menos de doscientos hombres, recibiendo diez veces el mal infligido.
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXV
No sería esta la última vez que las piedras de Senlis se bañaran en sangre, como veréis. Pero seguiré ahora con el cuento de mis aventuras, que son cosa muy de ver. Sabéis que andaba en campaña con el rey Carlos de Navarra, haciendo fuerte nuestra causa igual con el dardo de la palabra que con el acero de la lanza, y cada vez eran más los señores de toda la Francia que se nos unían. Consideraba mi señor que para decantar a los indecisos era menester hacerse coronar rey de Francia sin demora, y había de hacerse tal ceremonia en la catedral de Rheims, como es uso entre todos los reyes de este país desde el primer Enrique y aun antes, por darse aquí los santísimos óleos que consagran al nuevo rey.
No era fácil hacerse con Rheims pues estaba muy bien guardada de piedras y de hombres, por lo que, dilatando esta empresa, seguimos cabalgando en busca de nuevos alientos que nos ayudaran a acometerla en poco tiempo con mejor fortuna. El invierno era crudo, pero no por ello parose la guerra, sabiendo nosotros que nuestra rebelión era como un brote, que no había de dejarse perecer en la helada tierra; y sabiendo los enemigos que si no lo atajaban antes de la primavera, sería frondoso árbol lo que ahora era débil retoño. Remitió, con todo, la violencia en los campos, y unos y otros se encastillaron en los cálidos salones. Digo ellos, pues yo seguí cabalgando bajo nieves y vientos y conmigo el rey, y así nos llegamos con ochenta lanzas a las puertas de Troyes el día que fue de San Lázaro. Tenía allí su estado monsieur de Reichsin quien nos atendió no de mal talante. Conmovido por la humildad del navarro que se presentaba en su castillo arrostrando tantos rigores para verle, y movido por las buenas razones que le dimos, convino en izar el estandarte de la pretensión sobre los muros de Troyes.
Similar recibimiento nos hizo monsieur Fraichin entre los tapices del salón de Nevers, que no dista mucho de Bourges, separándolas el Loira. Este caballero también se avino a nuestros ofrecimientos, con lo que hicimos en pocos días no poca ganancia para las filas de la facción navarra.
Topamos esa misma noche, pocas leguas de una puente que cruza el Loira, con dos huestes que iban en conserva: Charles de Beaumanoir mandaba una de ellas y se avino a parlamentar pues oído había de la bravura de los míos y no le parecía bastaran cien lanzas a derrotarnos. El otro caballero que con él iba no quería hablar de entendimiento, pues era, según supe, de la casa del mismo rey Valois, y como quiera que andaban los dos señores enemistados por causa del botín que en sus correrías habían hecho, con poco esfuerzo ganamos la voluntad de Beaumanoir, quedando el otro solo y pronto derrotado.
Llamome Carlos a su real y sorprendiome con la nueva de que casi la tercia parte de la Francia estaba en nuestra causa, de lo que nos holgamos todos mucho, pues no esperaba ninguno tal éxito.
Por aquel tiempo intentaba todavía la paz con Inglaterra, pues si no su rey, algún poderoso señor podría en su lugar y a cambio de la libertad del monarca concertar una tregua. Mas se me consideraba aun un renegado en quien ningún rey podía poner su confianza y la entrada en escena del navarro justo cuando los ingleses hicieron paz con Francia, le valió a Carlos perder su favor, en el que tanto fiaba yo. Así pues no hubo arreglo y cada inglés que topaba en el campo era un nuevo enemigo.
Quiso el rey llegarse a Metz, por probar fortuna en la conversión de sus gentes a la pretensión navarra, pero hallamos en el camino a Jean de Conflant, antiguo rival mío por causa que ha huido tiempo ha de mi memoria, que nos estorbó el empeño con su derrota, pues entrándose cobardemente en Metz mientras los suyos morían, contó allí al señor de la plaza Jean d’Orleans, tal sarta de embustes sobre la abyección de mi persona que no quiso recibirnos.
Tenían los ingleses el castillo de Neuchâteau en sus manos, plaza cercana a las montañas suizas, a la que acometí con casi doscientos peones y caballeros. Teniendo el adarve ya casi en nuestro poder, me dieron tan mal golpe que caí al patio, y hubiera dado allí la vida de no atravesar el tejado de una cuadra y caer sobre un montón de heno. Magullado me vi en el patio del castillo, imposibilitado de subir al adarve donde se seguía la brega, tanto por se muy grande el número de ingleses que ocupaba las escaleras que a él llevaban como por mi quebranto y heridas. Nadie pareció percatarse de mi paradero, salvo el cuerpo de un ballestero inglés que había sufrido mi misma caída con peor suerte. Temiendo me faltaran las fuerzas para abrirme paso con la espada pero viendo que flaqueaban los míos sin tenerme a su lado, tomé en mis manos esa infame máquina con la que el más vulgar peón puede derribar a un caballero y no sin gran repugnancia de mi noble casta, puse en obra su mortífero mecanismo, con tan buena fortuna que abatí mis tiros sobre los arqueros que, desde las más altas torres, hacían gran estrago como suelen. Con esto los míos tomaron bríos y yo con ellos, pues cuando bajaron al patio atropellando la resistencia me encontraron con el acero ya presto en la mano, con lo que hicimos nuestra la torre del homenaje en cuya cima los últimos arqueros ingleses perecieron o se rindieron.
De aquella ballesta no me desprendí y muchas veces más la llevé conmigo, considerando que al salvar mi vida de caballero y aun las de otros muchos de los míos, el vil instrumento redimía sus maldades.
No quise pasar sin mostrar al rey el motivo de mi tan larga rebeldía, que no era sino mi amado Chalon, con lo que cabalgamos allí pensando pasar en tan amable paraje la víspera de la Natividad de Nuestro Señor. Encontramos la villa infestada de indeseables que bajaban de sus sucias madrigueras para huir del invierno con el vino y el calor de las casas honradas. Dimos muy bien merecido a estos salteadores y socorrimos en lo posible a la población. No quisieron dejarme marchar sin que me llevara tres decenas de jóvenes, lamentando mucho que los bandidos no dejaran nada con que pode aviarlos.
Meditando estaba el asalto a la fortaleza inglesa de Chalons, cuando me llegó recado de monsieur d’Uruday, diciendo que no bien llegó a su feudo de Senlis, sobre este castillo se abatía de nuevo el enemigo, al mando del mismo Delfín de Francia, con grande mesnada. Allí partimos dejando Chalons para mejor ocasión y temiendo no tener suficiente fuerza para oponer a la del Delfín Carlos, tomé no pocos hombres de la guarnición de Paris, entre ellos muchos arqueros ingleses y ballesteros, pues esperaba poder entrarme en la plaza como la vez postrera y desde tan formidable altura resistir la embestida.
Así lo hice, pues llegándome al castillo en lo oscuro de la noche, fui testigo del asalto furioso, a fuego y sangre que estaban dando los franceses sobre los mermados defensores. Acometiendo de firme a la puerta, logramos despejarla y entrarnos en Senlis, donde no bien amaneció, nos volvieron a dar asalto los enemigos en número de trescientos o más. Fue durísima la batalla, llegando a perderla posesión del adarve durante unos momentos que nos echaron al patio donde les mantuvieron a raya nuestros arcos y ballestas. Mal fin tuviera esta segunda defensa de Senlis si no es porque, aun herido por muchas partes, encomendeme a Dios y a la Santísima Virgen y al patrón de mi causa San Miguel, y encabecé la carga que recuperó la muralla, matando o echando abajo a cada francés que allí estaba, que eran muchos los que ya creyéndose ganadores se dispersaron por todo el perímetro del adarve y a los que debimos cazar uno a uno. Solo cuando el último expiró me permití caer desvanecido de la fatiga y las heridas. Habían sido muertos o presos casi doscientos asaltantes, decuplicando una vez más las nuestras pérdidas, y los restantes levantaron el campo.
No me duró mucho el reposo pues apenas me tenía en los estribos cuando hube de cabalgar otra vez. El Delfín no contento con su fracaso volvió los restos de su expedición contra Paris, debilitada porque buena parte de sus guardas estaban conmigo. Con todo encomendé unos cuentos hombres a monsieur d’Uruday para que reforzara su exigua tropa y pudiera en lo sucesivo defender Senlis y llevé el resto a Paris, donde quedaron sin mayor sobresalto. Me quedé yo con tantos hombres como años tuvo Nuestro Señor Jesucristo y encontreme de improviso con lo que quedaba de las huestes del Delfín, que organizaban un remedo de asedio a la ciudad del Sena. En la margen oriental del río encontré a monsieur Hugh con apenas veinte lanzas a las que desbaraté luego sin trabajo pues todavía tenían el terror en el cuerpo tras presenciar la matanza de Senlis. En la margen de poniente estaba el grueso de la mesnada, que no dio mucho trabajo a mis treinta y tres caballeros, con ser los enemigos cien, por hallarse mal dispuestos y mal concertados. No fue trabajo como digo, para mis hombres, pero para mí fue de gran quebranto por querer ir siempre en cabeza sin catar las mis heridas que me dolían desde Snelis. Vime cerca de la sepultura cuando algunos alabarderos de los últimos que quedaban en la tropa del Delfín se opusieron a mi carga con sus aceradas moharras pero quiso Dios deslumbrar sus ojos con un rayo de sol y permitirme arrasar su desesperado cuadro con mis caballeros.
Esto fue a seis días de las kalendas de enero del año del Señor de mil trescientos y setenta y dos.
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Capítulo XXVI
Tiempo ha, mis señores y damas, que no os incordio con el cuento senil de mis viejas y fútiles glorias. Habéis de saber que he lamentado mucho esta dilación, pero me he visto en estos meses acometido de furiosos achaques, sin duda cuenta tardía que pago por mis muchos pecados. De todos los enemigos, creedme cuando os digo que los años son los más crueles, e invencibles. Ved cómo convierten al que fue gallardo caballero en el miserable viejo que tenéis ante los ojos. Pero sigamos mi cuento, que el recordar me distrae de los dolores de mi fatigado cuerpo.
En estos días de enero, hube un encuentro con Poton de Xaintrilles, aquel que en mala hora me convenciera para reanudar la guerra que tantos sinsabores me trajo. Como a pesar de todo era buen caballero quise ajuntarle a nuestra causa, mas con su rudeza de modos habitual, negose a abandonar al rey Carlos y nos separamos en paz. Más suerte tuvimos con el discreto Charles d’Alençon, que puso en nuestras manos la fuerte plaza de Lyon. Sin embargo, de nada más nos aprovechó la visita a las tierras del sur de Francia, salvo para huir del frío del norte, pues ningún otro de aquellos señores transigió en el arreglo.
De estas comisiones me sacaron los ingleses que con gran fuerza sitiaron Neufchateau. Yo, acompañado solo de los pares y un corto séquito metíme en el castillo y como me era enfadoso esperar la venia de los sitiadores para entablar combate, con ochenta hombres de los mejores salí al campo contra cuatro cientos, de lo que resultó, Dios mediante, nuestra victoria tras bregar todo el día contra Lord Laruquen, con quien me batí en honroso y singular combate, y los suyos, a los que en repetidas acometidas matamos o pusimos en fuga hasta que quedó expedito el campo.
Cada día se libraban batallas que es penoso el recordar y enfadoso el escuchar. Al poco de esta de Neufchateau, supe mientras corría Normandía, que el francés Tulug estaba asolando mi villa de Bretigny. Allá me dirigí al amparo de la noche, de modo que encontrara a los franceses ebrios y ocupados en el saqueo de haciendas y virtudes. De buena gana habría colgado en la misma villa a toda la compañía de monsieur Tulug, mas el prudente Carlos de Navarra refrenó mis iras recordándome que esos hombres serían más útiles bajo su bandera que al extremo de una cuerda y tendrían ocasión de lavar su horrendo pecado ayudando a una causa santa y justa. Más hubiera querido yo que se negara al arreglo el francés para así poder saciar mi venganza, mas no fue así y ya en el campo navarro contábamos con un pendón más.
Por fin pasados varios días tras el de la Epifanía del Señor, logré reunir las huestes de algunos vasallos (que los más, aun con haber abrazado la causa navarra obraban con una prudencia rayana en cobardía) y poner sitio a Chalons, conquistada tiempo atrás por los ingleses. Tras furioso asalto en el que tuvimos que lamentar veinte muertes desalojamos a los pertinaces defensores de sus altos nidos.
En consejo con el rey di mi parecer de entregar Chalons en feudo a monsieur d’Arkadan, uno de los primeros señores en unirse a nuestra causa, pero que por viejas rencillas y recelos no era muy devoto de mi persona. Esperaba con ello asegurar su lealtad y creyéndome libre de tales cuitas, marché al Occidente, donde la guerra requería mis armas. No había recorrido muchas leguas cuando supe de la abyección cometida por Arkadan, de la que la Historia os habrá dado noticia. Como un nuevo Ganelón, este indigno caballero traicionó su juramento y deshonró los dones que con tan buenos deseos se le habían concedido. Habéis de saber que entregó la plaza de Chalons a los franceses no bien se vio tras sus puertas, izando en connivencia con Carlos de Francia el estandarte flordelisado y acusando de felonía a las pocas guardas que en la plaza habíamos dejado para protegerla hasta la llegada del nuevo señor, manchando con su ejecución la nobleza que alguna vez tuvo su linaje. Que de estas mañas usaba el Valois para ganar a los ingleses sin costo lo que por las paces no podía tomarles directamente.
Viendo perdido Chalons, que con tanta sangre se ganó, volví grupas inflamado en roja ira. No duró mucho la rebelión del traidor, pues apenas pudo alzar hueste con la que poblar las murallas. Así con poco trabajo, Dios fue servido de devolver el castillo a los navarros. Tampoco pude esta vez dar cumplimiento a la sentencia que contra el traidor instruyó don Carlos, pues se huyó vilmente después de herido por mi mano en el combate.
Al poco, el prudente monsieur de Gerluchs puso en nuestras manos la fuerte villa de Le Mans mas no hicimos más progresos en aquella región, ni entre algunos antiguos amigos que allí tenía.
Un día me encontré con que un inglés rondaba Montargis; dile gran escarmiento y entre los que traía presos hallé a mi amigo y camarada Hugues de Payens que bravamente se había batido antes de dejarse prender.
Mas ni uno ni otros hubimos descanso, pues tampoco estaban ociosas las armas del Valois. Habíase encaprichado con Chalons y allí mandó gran hueste con el traidor Arkadan al frente que esperaba recuperar el que por poco tiempo fuera su solar. En inferioridad lo enfrenté aunque supe dividir a los señores que con él venían, que no le eran muy devotos. A todos puse en fuga y a uno prendí mas no pudo ser el felón quien en mis manos cayera.
Dispuesto a tomar Rheims de nuevo junté hueste con muchos arqueros ingleses, para abatir sobre la ciudad tal tormenta de flechas que hubiera de rendirse o perecer. Tan obcecado estaba en la conquista que no hice caso a los prudentes consejos de los que me avisaban del peligro que corría lo ya conquistado. Harto ya de las provocaciones de ingleses y franceses que con cuarenta lanzas sitiaban mis castillos solo para distraerme de más altas empresas, no tomé en cuenta la noticia de que el rey de los ingleses ponía a Monterrean cerco. ¡En mala hora! Mientras yo seguía enrocado contra los orgullosos muros de Rheims, los ingleses con grandísima copia de gente forzaron Monterrean. Para colmar el odre de mis desgracias, los franceses envalentonados y deseosos de mostrar que no eran ellos menos (pues la hostilidad de los dos reinos amenazaba en los últimos tiempos con romper las maltrechas paces), pusieron riguroso sitio a mi plaza de Albe. Para entonces ya había dejado Rheims y me ponía en camino tras ellos, mas no pude llegar a tiempo de salvar el castillo de gruesos muros, que cayó también, dejando en tan corto espacio mis estados reducidos a los castillos de Montargis y Chartres y a la ciudad de Paris, de hermosas torres.
No me había visto nunca hasta entonces en tan grave cuidado. No tardé en tomar mi venganza y las fortalezas tan rápidamente perdidas fueron más presto expugnadas y devueltas a mi redil, mas gravísima dilación sufrieron mis designios pues antes de emprender nada había de reponer las mermadas guarniciones.
Se acera el final del AAR, ya llevaba mucho tiempo con la partida y me estaba cansando (de hecho este capítulo tardé meses en terminarlo, de ahí las primeras líneas). Decidí que no terminaría la quest de la guerra civil, porque iba a llevar mucho tiempo de gameplay repetitivo, pero quise terminar el AAR con un gesto simbólico para las motivaciones de mi personaje... próximamente en el último capítulo de El perro de la guerra
HoJu- Hombre de armas
- Mensajes : 931
Y aquí llega sin más dilación la gran final, el último capítulo
Principiaba febrero del año de Nuestro Señor de 1373 y las plazas reconquistadas volvían a poblar sus almenas de animosos corazones, por lo que pude entretener a mis hombres con alguna golosina, que fue la expugnación del castillo de Moulins, de donde tendríamos pie para saltar sobre Dijon cuando preciso fuese. Para esta empresa hice llamada a los vasallos del rey Carlos, más por probar su lealtad que por haber de ellos gran necesidad. Acudieron varios, monsieur d’Urubay y mi buen amigo Hugues de Payens y ajuntaron sus mesnadas a la mía. No quise esperar a más señores que tampoco eran menester sus lanzas, y pusimos cerco a Moulins. Viendo los defensores que por la parte donde mis arqueros estaban, podrían hacernos gran daño con audaz salida, echáronse al campo mas de poco les aprovechó, pues mis peones andaban sobre aviso y sus señores y yo con ellos, y acometiendo con la bravura que multiplicaba nuestro pequeño número, empujámoslos de regreso al castillo, entrándonos tras ellos en reñida lid en la que hirieron a monsieur d’Urubay, hasta que hicimos nuestra la plaza, pues los arqueros y ballesteros, enfervorizados, empuñando sus cuchillos y rodelas y garrotes, uniéronse a la carga, dando a los franceses tanto pavor que allí dieron su vida casi todos antes de rendirse; no así sus señores, dos caballeros que escaparon heridos en el último acto de la batalla.
Pocos días después, crucé armas con el rey de los ingleses, que había trocado la caballeresca rivalidad que nos teníamos en acerbo rencor desde el asunto de su cautiverio, mudanza que lamenté mucho, pues me honraba la amistosa enemistad de tan cumplido caballero. Venía Eduardo con gran copia de hombres, con algún mal designio sobre mis estados, mas con los míos y los del buen Hugues de Payens que peleando a brazo partido cayó herido en el campo, tras dura lucha logramos vencer manteniendo a sus peones ocupados con nuestros valientes caballeros, y aun trocando en su contra sus propias tretas, pues las flechas de mis arqueros se dieron gran festín de carne inglesa.
No había de demorarse ya más la conquista de Rheims, donde debía hacerse la real coronación y unción del rey Carlos y a tal empeño se consagró la causa toda de los navarristas. Se cercó la plaza antes de las nonas y día tras día se trató de hacerla rendirse con constante lanzar de rocas y dardos por sobre las murallas. Mas queriendo don Carlos no hacerse aborrecer de los habitantes de la ciudad en la que habría de ceñir su corona, no quiso extremar el daño contra los hogares. El vigésimo día de febrero estaba Rheims madura y lista para caer en nuestras manos, pero con ser día del Señor, concertamos tregua y hubo de retrasarse el asalto hasta el siguiente día que fue el de San Esutaquio. La minada resistencia de los guardianes y la poca disposición que de resistir tenía el pueblo, a quien lo mismo le daba Valois que Évreux, nos permitieron tras corta batalla hacernos con Rheims.
No hubo de esperar más de un día el hecho de la coronación. El rey Carlos, espíritu de inigualable pragmatismo, hizo con los canónigos de la ciudad una suerte de concilio de donde resultó nombrar primado de toda la Francia al señor obispo de Rheims y concederle copiosas rentas y honores, a cambio de que éste reconociera y coronara al navarro rey de los franceses. Del otro rey y del otro primado ya nos cuidaríamos a su debido tiempo. Tal como se convino, así se ejecutó; en la catedral fue solemnemente coronado y ungido en los santos óleos el que dio en llamarse Carlos VI de Francia.
Cumplido se había el primer anhelo del navarro, y no quise dejar de recordarle mi propia pretensión, cuya promesa de resolución había unido nuestras dos causas en una sola. Ya era hora, le dije, de liberar a los buenos vasallos de Chalon del usurpador que vilmente hollaba con sus pezuñas mis estados. Y para ello, no había otro medio que expugnar la gran Dijon, pues estando Chalon bajo su alfoz, cualquier otro intento era excusado. Apelando a la amistad, al ruego, a la promesa y aun a la amenaza de marcharme con todas mis lanzas si no accedía inmediatamente a marchar sobre Dijon, logré convencer al rey. Así, con los mismos aguerridos hombres que habían tomado Rheims, sin apenas reposo de sus fatigados cuerpos, volvimos riendas al sur.
Defendían Dijon muchos de los pares del Valois, y como cabeza de ellos y castellano de la plaza estaba Ambroise de Lore, que recibió de mi boca la exigencia de abrir sus puertas al rey de Francia, a la que se negó. De nuevo acometimos la penosa tarea del cerco, asediados a nuestra vez por un frío muy extremado, criador de lluvias y nieblas endiabladas que empapaban el suelo, las tiendas, las ropas. Desde la ciudad nos llegaban las burlas de los defensores, hablando de las cálidas chimeneas de sus torres de guardia, sin saber que no hacían sino excitar nuestro empeño en el ataque.
Mas de nuevo, antes que por hambre, fue la ciudad siendo sometida por miedo, y de la misma forma que en Rheims, dimos en Dijon el último asalto contra unos franceses mermados y acobardados. No creáis por esto que no estorbaron nuestra entrada, pues yo mismo rodé escala abajo de una lanzada mala que a poco me horada el peto, y creed que entonces agradecí mucho la lluvia que llevaba días maldiciendo, pues la tierra blanda me salvó del descalabro.
Cayó la ciudad y huyeron o fueron presos todos los defensores que no fueron muertos o convinieron en jurar lealtad a don Carlos. Quedó con esto el alfoz de Rheims libre para repartir sus ricas villas y tierras entre los fieles al navarro y no penséis que mi voz no era oída en estos asuntos, pues era el más apreciado consejero del rey. Las peleas por uno o dos acres de tierra eran feroces entre nuestros señores, que disputaban un viñedo a su vecino con más ardor del que muchos usarían para disputarle un castillo al enemigo. Todos alegaban sus derechos remontándose generación tras generación hasta llegar a Carlomagno, cuyo primo donó tales campos a los antepasados de cuales caballeros. Pero nadie osó disputarme el señorío de Chalon, pues todos sabían que por esa villa había hecho un hombre solo la guerra a un reino entero... y la estaba ganando.
Fue digna de admirar la recepción que mis fidelísimos vasallos me hicieron, después de tantas penalidades sufridas por mi causa. En recompensa por tantos sacrificios y tantas vidas entregadas a mi servicio, tantos jóvenes que dejaron el arado por la lanza y que en campos extraños dejaron su sangre por mí, no pude menos de conceder la franquicia absoluta a la villa, conservando solo las rentas de mi señorío solariego mas dejando mis prerrogativas banales en manos del consejo de los notables. Neguéme a aceptar el nuevo tributo de sangre gallarda que me ofrecieron gustosos los villanos, y antes bien doté a Chalon de una escuela y yo mismo conduje a los jóvenes a que fueran instruidos de las primeras letras en lugar de serlo de las primeras armas.
Me acerco al fin de mi cuento, para alivio de vuestros oídos y de mi voz a la que ya le queda poco aliento en este mundo. Mucho quedaría por contar de aquella guerra, no era aun tiempo para Guillermo de Chalon de quitarse peto y espaldar, y no había aun de disfrutar de una vida tranquila, pues su vida era el batallar, y sin batallar, ¿qué sería su vida? Todavía era joven entonces, no habían pasado tres años desde que llegara solo, arrojado al mundo sobre una paya de Bretaña y menos de uno en rebeldía. No, no se detuvo mi espada ni descansó mi lanza... pero dejad que descanse mi lengua. Que otros cuenten la historia que les toca... las guerras de ayer, las de hoy y las de mañana... la misma guerra que el humano linaje vive desde Caín y Abel y que no acabará, no, hasta el Juicio Final.... ¡Ay, Señor...! Pero yo no habré de luchar más batallas. Gustoso arrojo las armas y me rindo ante la imagen del Dios redentor... ¡Confesión, confesión!... llamad al párroco... Consummatum est...
____________________
Guillermo de Chalon murió en su pequeño castillo en la villa de Chalon, el 4 de mayo de 1465, anciano y honrado por sus familiares, vecinos y vasallos. El retorno de los Valois al poder en Francia, tras el breve intervalo de la dinastía navarra de los Évreux, que Guillermo de Chalon ayudó a afianzar en el trono, despojó al caballero del título de par de Francia y de sus señoríos de Paris, Chartres, Montargis y Monterrean, que él mismo cedió gustoso a cambio de la promesa de conservar el de Chalon, que sus descendientes mantendrían durante generaciones.
Capítulo XXVII
Principiaba febrero del año de Nuestro Señor de 1373 y las plazas reconquistadas volvían a poblar sus almenas de animosos corazones, por lo que pude entretener a mis hombres con alguna golosina, que fue la expugnación del castillo de Moulins, de donde tendríamos pie para saltar sobre Dijon cuando preciso fuese. Para esta empresa hice llamada a los vasallos del rey Carlos, más por probar su lealtad que por haber de ellos gran necesidad. Acudieron varios, monsieur d’Urubay y mi buen amigo Hugues de Payens y ajuntaron sus mesnadas a la mía. No quise esperar a más señores que tampoco eran menester sus lanzas, y pusimos cerco a Moulins. Viendo los defensores que por la parte donde mis arqueros estaban, podrían hacernos gran daño con audaz salida, echáronse al campo mas de poco les aprovechó, pues mis peones andaban sobre aviso y sus señores y yo con ellos, y acometiendo con la bravura que multiplicaba nuestro pequeño número, empujámoslos de regreso al castillo, entrándonos tras ellos en reñida lid en la que hirieron a monsieur d’Urubay, hasta que hicimos nuestra la plaza, pues los arqueros y ballesteros, enfervorizados, empuñando sus cuchillos y rodelas y garrotes, uniéronse a la carga, dando a los franceses tanto pavor que allí dieron su vida casi todos antes de rendirse; no así sus señores, dos caballeros que escaparon heridos en el último acto de la batalla.
Pocos días después, crucé armas con el rey de los ingleses, que había trocado la caballeresca rivalidad que nos teníamos en acerbo rencor desde el asunto de su cautiverio, mudanza que lamenté mucho, pues me honraba la amistosa enemistad de tan cumplido caballero. Venía Eduardo con gran copia de hombres, con algún mal designio sobre mis estados, mas con los míos y los del buen Hugues de Payens que peleando a brazo partido cayó herido en el campo, tras dura lucha logramos vencer manteniendo a sus peones ocupados con nuestros valientes caballeros, y aun trocando en su contra sus propias tretas, pues las flechas de mis arqueros se dieron gran festín de carne inglesa.
No había de demorarse ya más la conquista de Rheims, donde debía hacerse la real coronación y unción del rey Carlos y a tal empeño se consagró la causa toda de los navarristas. Se cercó la plaza antes de las nonas y día tras día se trató de hacerla rendirse con constante lanzar de rocas y dardos por sobre las murallas. Mas queriendo don Carlos no hacerse aborrecer de los habitantes de la ciudad en la que habría de ceñir su corona, no quiso extremar el daño contra los hogares. El vigésimo día de febrero estaba Rheims madura y lista para caer en nuestras manos, pero con ser día del Señor, concertamos tregua y hubo de retrasarse el asalto hasta el siguiente día que fue el de San Esutaquio. La minada resistencia de los guardianes y la poca disposición que de resistir tenía el pueblo, a quien lo mismo le daba Valois que Évreux, nos permitieron tras corta batalla hacernos con Rheims.
No hubo de esperar más de un día el hecho de la coronación. El rey Carlos, espíritu de inigualable pragmatismo, hizo con los canónigos de la ciudad una suerte de concilio de donde resultó nombrar primado de toda la Francia al señor obispo de Rheims y concederle copiosas rentas y honores, a cambio de que éste reconociera y coronara al navarro rey de los franceses. Del otro rey y del otro primado ya nos cuidaríamos a su debido tiempo. Tal como se convino, así se ejecutó; en la catedral fue solemnemente coronado y ungido en los santos óleos el que dio en llamarse Carlos VI de Francia.
Cumplido se había el primer anhelo del navarro, y no quise dejar de recordarle mi propia pretensión, cuya promesa de resolución había unido nuestras dos causas en una sola. Ya era hora, le dije, de liberar a los buenos vasallos de Chalon del usurpador que vilmente hollaba con sus pezuñas mis estados. Y para ello, no había otro medio que expugnar la gran Dijon, pues estando Chalon bajo su alfoz, cualquier otro intento era excusado. Apelando a la amistad, al ruego, a la promesa y aun a la amenaza de marcharme con todas mis lanzas si no accedía inmediatamente a marchar sobre Dijon, logré convencer al rey. Así, con los mismos aguerridos hombres que habían tomado Rheims, sin apenas reposo de sus fatigados cuerpos, volvimos riendas al sur.
Defendían Dijon muchos de los pares del Valois, y como cabeza de ellos y castellano de la plaza estaba Ambroise de Lore, que recibió de mi boca la exigencia de abrir sus puertas al rey de Francia, a la que se negó. De nuevo acometimos la penosa tarea del cerco, asediados a nuestra vez por un frío muy extremado, criador de lluvias y nieblas endiabladas que empapaban el suelo, las tiendas, las ropas. Desde la ciudad nos llegaban las burlas de los defensores, hablando de las cálidas chimeneas de sus torres de guardia, sin saber que no hacían sino excitar nuestro empeño en el ataque.
Mas de nuevo, antes que por hambre, fue la ciudad siendo sometida por miedo, y de la misma forma que en Rheims, dimos en Dijon el último asalto contra unos franceses mermados y acobardados. No creáis por esto que no estorbaron nuestra entrada, pues yo mismo rodé escala abajo de una lanzada mala que a poco me horada el peto, y creed que entonces agradecí mucho la lluvia que llevaba días maldiciendo, pues la tierra blanda me salvó del descalabro.
Cayó la ciudad y huyeron o fueron presos todos los defensores que no fueron muertos o convinieron en jurar lealtad a don Carlos. Quedó con esto el alfoz de Rheims libre para repartir sus ricas villas y tierras entre los fieles al navarro y no penséis que mi voz no era oída en estos asuntos, pues era el más apreciado consejero del rey. Las peleas por uno o dos acres de tierra eran feroces entre nuestros señores, que disputaban un viñedo a su vecino con más ardor del que muchos usarían para disputarle un castillo al enemigo. Todos alegaban sus derechos remontándose generación tras generación hasta llegar a Carlomagno, cuyo primo donó tales campos a los antepasados de cuales caballeros. Pero nadie osó disputarme el señorío de Chalon, pues todos sabían que por esa villa había hecho un hombre solo la guerra a un reino entero... y la estaba ganando.
Fue digna de admirar la recepción que mis fidelísimos vasallos me hicieron, después de tantas penalidades sufridas por mi causa. En recompensa por tantos sacrificios y tantas vidas entregadas a mi servicio, tantos jóvenes que dejaron el arado por la lanza y que en campos extraños dejaron su sangre por mí, no pude menos de conceder la franquicia absoluta a la villa, conservando solo las rentas de mi señorío solariego mas dejando mis prerrogativas banales en manos del consejo de los notables. Neguéme a aceptar el nuevo tributo de sangre gallarda que me ofrecieron gustosos los villanos, y antes bien doté a Chalon de una escuela y yo mismo conduje a los jóvenes a que fueran instruidos de las primeras letras en lugar de serlo de las primeras armas.
Me acerco al fin de mi cuento, para alivio de vuestros oídos y de mi voz a la que ya le queda poco aliento en este mundo. Mucho quedaría por contar de aquella guerra, no era aun tiempo para Guillermo de Chalon de quitarse peto y espaldar, y no había aun de disfrutar de una vida tranquila, pues su vida era el batallar, y sin batallar, ¿qué sería su vida? Todavía era joven entonces, no habían pasado tres años desde que llegara solo, arrojado al mundo sobre una paya de Bretaña y menos de uno en rebeldía. No, no se detuvo mi espada ni descansó mi lanza... pero dejad que descanse mi lengua. Que otros cuenten la historia que les toca... las guerras de ayer, las de hoy y las de mañana... la misma guerra que el humano linaje vive desde Caín y Abel y que no acabará, no, hasta el Juicio Final.... ¡Ay, Señor...! Pero yo no habré de luchar más batallas. Gustoso arrojo las armas y me rindo ante la imagen del Dios redentor... ¡Confesión, confesión!... llamad al párroco... Consummatum est...
____________________
Guillermo de Chalon murió en su pequeño castillo en la villa de Chalon, el 4 de mayo de 1465, anciano y honrado por sus familiares, vecinos y vasallos. El retorno de los Valois al poder en Francia, tras el breve intervalo de la dinastía navarra de los Évreux, que Guillermo de Chalon ayudó a afianzar en el trono, despojó al caballero del título de par de Francia y de sus señoríos de Paris, Chartres, Montargis y Monterrean, que él mismo cedió gustoso a cambio de la promesa de conservar el de Chalon, que sus descendientes mantendrían durante generaciones.
El Barón- Caballero de la Orden
- Mensajes : 2734
Facción : Moderador en las sombras.
¡Bravo, bravo, bravísimo! Gran historia y gran final.
_________________
Honey, where's my super suit?!
Lord_Eddard_Stark- Moderador
- Mensajes : 676
Facción : Reino Vaegir
¡Excelente historia! Me gustó mucho, de verdad. A ver si cuando salga La Guerre de Cent Ans: Steel Edition te montás otra tan buena como esta .
_________________
''La única oportunidad que tiene un hombre de ser valiente es cuando siente temor...''
Contenido patrocinado