He visto que no hay muchos de este juego, así que aquí va uno. Espero que este sea su sitio en el foro. Disculpad erratas y otros errores de redacción que habrá que corregir. Hay omisiones históricas, lo sé, par los entendidillos en el tema. Está medio escrita ya, así que iré publicando. Gracias!
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Deba saber Su Católica Majestad, el que sin duda es el de más calidad de mis amigos, que ya es buena hora para hacerle saber los hechos acontecidos más a oriente de donde gobierna el Emperador de los Romanos. Como es en confianza, y nuestro Rey es hombre sabio, no creo que tenga inconveniente si omito los tratos y formas que se merece por la gracia de Dios nuestro señor.
Sepa la más alta dignidad de las Españas, que tiene un hombre que combatió por ellas en Rocroi, que fue hecho preso y años más tarde abandonado a su suerte en París, donde, haciéndose pasar por viajero milanés, fue entregado por uno de la milicia del lugar “que lo devolvió a su sitio”, juntándole de buena fe con una de esas compañías mercenarias italianas que rondan por Europa al servicio del monarca o gobernante que les de buena recompensa.
Y todo esto lo sé también de buena fuente, así que crea lo que le voy a contar, porque todo lo acontecido a partir de 1653, año de nuestro Señor, si no lo he visto yo mismo desde mis propios ojos, lo sé de buena mano.
Entró este hombre, que italiano sabía poco, porque era castellano, en la taberna. Quien hizo venir este hombre a mí más tarde, me describió el lugar como pestilente, acorde con los burgos donde se encontraba el antro. Si bien es cierto que italianos, españoles o franceses no difieren demasiado a la hora de vestir, desprendía este señor, Don Juan de Madrid, un hedor impropio incluso para un viajero que llevaba semanas o sino meses sin más contacto con el agua que el de su propia orina. Lamento que Su Majestad tenga que imaginarse semejantes pestes presentes en personas y edificios, pero es lo que a mí me contaron.
Se despidió del francés que lo había dejado ahí, más no quiso contradecirle por no llamar la atención –ser pobre siempre ha sido mal negocio, pero ser pobre y español en París era sumamente peligroso en aquel entonces- y caminó dos pasos hacia un asiento libre junto a una mesilla, cerca de la puerta. Como no tenía sombrero, ni nada parecido para cubrirse, agachó la cabeza para no llamar la atención, queriendo esperar a que el francés se alejara del lugar. Aquello era un agujero de putas y vicios del diablo, y que no se confunda Su Majestad, que yo no he perdido formas ni soy mal hablador, pero esto es lo que me hicieron saber. El hombre que regentaba aquel sitio también era italiano, así que no era de extrañar que se reunieran por el lugar paisanos. Cuando fue el castellano a abandonar el lugar, tratando de ser discreto, el dueño, un siciliano, le apeló en voz alta, haciéndose el silencio:
- ¿No va a refrescarse el viajero con buen vino de la Toscana? – Preguntó en su lengua. Don Juan, que había ejercido algún cargo de responsabilidad en una columna italiana cuando le tocó, sirviendo al Rey Habsburgo, se pudo valer de lo poco aprendido en aquel tiempo para engañar franceses y no ser recriminado, pero de lo dicho por el tabernero no hubo palabra que entendiera. Así que negó con la cabeza, estando tenso. Se levantó uno de los camaradas con calma, mientras la expectación y el silencio continuaban siendo respetados por quienes estaban allí.
- Tú no eres de por aquí ¿Ah? – Y esto Don Juan si lo entendió, ya que lo dijo en castellano.
- No. – Contestó entrecortando un suspiro. El italiano iba bien peinado, y aunque no pudiera lucir ropas nobles, sus botas, calzones y camisa andaban limpios. Desenvainó entonces el florín, enristrándolo hacia la arteria que pasa por la pierna, por dónde sepa Su Majestad, se sangra mucho si se pincha o corta.
-Y que es lo que quieres. –Preguntó chulesco y alzó la voz - ¿Tan mal anda Felipe que no puede mandar espías adecentados y educados? – Todo el mundo parecía entender el idioma, porque siguieron carcajadas y risas que rompieron la tensión para todos aquellos menos para Don Juan. Un murmullo, al otro extremo de la sala, hizo saltar a uno de los tipos que por allá rondaban, quien se adentró hacia la mesa más en la penumbra, casi oculta bajo las escaleras por las que se subía al otro piso, sacando del pescuezo a un hombre de mediana edad, pero algo entrado en años, que vestía capa, sotana y sombrero plano negro.
-¡Es otro! – Exclamó el agresor. -¡Dónde está tu Dios ahora ¿eh?!
-¡Por Dios, piedad! – Gritó Don Juan con desgarro al ver al cura colorado y tembloroso tendido en el suelo. Se descubrió rápidamente otro sacerdote, este más viejo, quien, casi tropezándose consigo mismo, entregó un sobre al hombre que estaba asfixiando a su compañero. Me dijeron que el bruto no sabía leer, y le entregó el papel al que era su jefe. Sin apartar el pincho del muslo de Don Juan, dedicó unos instantes a leerla. Después miró al español:
- Tú no eres un espía. – Dijo el italiano con serenidad.
-No. – Habló tenue el castellano y tragó saliva. – No lo soy.
- No, no lo eres. –Aclaró de nuevo.- He trabajado para muchos funcionarios españoles. Son más arrogantes. Suéltalo –apeló a su colega con parsimonia, quien dejó al fin respirar al cura, que casi se muere. Envainó el jefe de aquella gente el arma también, para alivio del buen Don Juan. –Bien – prosiguió el italiano- No me gustan las casualidades extrañas, pero tampoco quiero problemas con la iglesia, ni interferir en su divina voluntad –se hizo notar en esto último sarcástico- Podrían fastidiar muchos negocios. Además, ya mataremos muchos la semana que viene, cuando vayamos a la guerra.- para finalizar, aludió a los españoles.- Bien. Largo de aquí.
No resulta extraño pensar que el Padre Bazán, que era amigo mío y conocí aquí en Polonia, se interesara por tan atípico personaje, apiadándose de él por encontrarse en tierras que no le eran amistosas. Le contó Juan parte de su historia, que luego me contaron a mí, y que explique antes.
-Así que soldado. – Dijo el cura.
- Fui soldado. – Contestó Juan. – Varias veces. ¿A dónde vamos?
- A un lugar más generoso. – Le explico el Padre que, obviamente, no habían ido antes ahí, porque no está bien visto hacer abusos ni pedir o deber favores. – Pero vistos los acontecimientos, será mejor ir para el Colegio de Clemont. Pasaron varios minutos tras caminar cerca de donde está el río Sena. - ¿Y cómo no trataste de luchar cuando estábamos ahí, siendo bravo soldado español, que es lo que has dicho que eres?
- Uno cuando muere deja de ser bravo. -Reflexionó en alto.- Rezaba, Padre, Rezaba. Porque si se una cosa, es que aunque fui buen soldado, los soldados son hombres, y mueren. Y tampoco pueden hacer más voluntad que la que Dios le entregó al hombre. Así que lucho cuando es mi voluntad, y rezo cuando estoy en la de Dios. ¿Sabe Padre, que soy temeroso del Diablo?
-¿Y te preocupa ahora el Diablo?
-Como se nota que no es usted hombre de armas. A un soldado siempre le preocupa el Diablo, porque sabe que tan pronto como se acueste nunca despierta y tiene que rendir cuentas. Hoy casi nos mandan al diablo, a mí, y a su compañero.
- Dios le libre de pecado. – Miró el cura a su compañero, que respondió con mueca alegre. – Me alegra saber que practicas la piedad. ¿Quién te enseñó eso?
- Mi tío, que era un dominico. –dijo Don Juan muy calmado, mirando a la nada.
-Oh, que interesante... ¿Y que espera un siervo armado de Dios en la vida, aparte de ganarse la salvación?
- Todavía no lo pensé.
-¿No lo pensaste? ¿Volver al frente, ganar botín, comprar tierras, conseguir mujer...? ¿No son esas las cosas que esperáis de la vida los soldados?
- Eso sí lo pensé.
-¿Y a dónde ibas? – Volvió a interrogar el sacerdote.
- Ya dije que no lo sé. – Respondió Don Juan algo incómodo.- Supongo que a Madrid, que por eso es donde nací. A hacer algo.
-Ah, pues eso está muy bien, supongo. Supongo que sí. – El Padre le respondió con ambivalencia.
- No acostumbro a que me traten como a un crío, Padre Bazán. –Dijo ásperamente. – Ha conseguido liarme. Supongo que vuelvo a Madrid por instinto, es mi lugar. Quizá debería rezar menos y pensar más.
-Yo no dejaría de rezar.
- ¿Y ahora porque?
- Porque no le ha ido mal rezando. Entiendo su frustración por aquella batalla, pero no conozco muchos que pierdan batallas y vivan.
- Fui hecho preso.
- Y salió vivo. – Respondió el cura conciso.
- La verdad que sí. Cuando pensaron que me moría, me largaron para no contaminar al resto de presos. Igual hay paz pronto, y los intercambios siempre son lucrativos.
- Y justo cuando casi le abren las piernas, aparece un cura. ¿No le parece eso señal divina, Don Juan?
-¿Se está riendo de mí? – La conversación ya se había tornado algo jocosa. - ¿Y porque hablo yo con usted de estas cosas? Salvando que me fue de ayuda en la taberna, pero eso se lo tendrá que pagar Dios.
- Dígame señor, ¿tenía usted buenos amigos en prisión?
- Es usted malo, Padre. –Dijo, pero ahora ya sonreía un poco.
-Pues será por eso. –Concluyó el cura.
-Y dígame, ya que estamos en confianzas. ¿A qué se dedica tan ilustre hombre de paz y Dios en la tierra? ¿A qué dedica sus días?
- ¿No lo ve? ¡A hacer amigos! – El resto de los sacerdotes, aunque continuaban en silencio entre las calles pedregosas de París, prestaban atención a la conversación disimulando gestos cada vez que Don Juan se contrariaba. En realidad estaban de buen humor, aunque fresca, la brisilla que se dejaba correr entre las callecillas era de agradecer, ya que los ropajes negros, la capa y la escasa carga que llevaban consigo acaloraban. Salieron por fin al atardecer a una vía algo más ancha, donde había gentes de todas clases y algunos mercados. El ambiente en París era algo tenso en aquel entonces, así que tampoco se respiraba mucha alegría, y los soldados, distinguidos más por mostrar armas y una disciplinada actitud que por ir uniformados, controlaban el populacho. – Eso mismo hago, -prosiguió el cura. – Dios quiso que yo fuera educado en teología, lenguas, matemáticas y filosofía. Y así se ha hecho. Ahora educo a otros, soy soldado de su Santidad el Papa y llevo la ley de Dios nuestro Señor allí dónde más falta hace. Siempre intento hacer cosas que hagan bien a los demás. Cuando llegue el día, y eso ya es otro asunto, el Señor juzgará si obré de buenas maneras. De momento no me preocupa otra cosa. Ya hemos llegado.
El edificio del Colegio de Clemont, destacaba por su soberbio portón acristalado, enmarcado en un arco de excelente gusto, conformado por piedra blanquecina. Vieron salir gentes con aires distinguidos, que son los nobles, hombres ricos y otras élites a los que la Compañía de Jesús ofrece una excelente educación por Europa, llegando misiones incluso a las Indias Orientales y Asia. El Padre Bazán y su séquito, que habían abandonado Navarra rumbo a Roma, para recibir órdenes en París, esperaban realizar allí su última parda antes de partir hacia el Este.
Y así es como quiso El Señor poner fortuna para este Juan, que se juntó con los curas, quienes le dieron aquella noche un lugar donde dormir con paz en aquel colegio, y descansó como todo buen hombre se merece. El Padre Bazán, que es un hombre sabio, supo poner en juicio la buena fe del castellano, y le hizo con un trabajo en calidad de escolta, para irse todos juntos al Este. Juan, que era diestro en armas y corajoso, aceptó sin más rechistes la compañía y la paga, y hacia esta buena tierra, la República de Polonia-Lituania, marcharon al día siguiente.
Como bien sabrá su Majestad, andaba yo inmerso en mis negocios, para provecho propio y la Corona, porque soy buen patriota, mandando cargar caravanas y bajeles con el excelente grano que llega desde el campo a Varsovia, y que yo mismo encargaba disponer hacia Sevilla, Barcelona o Valencia, siempre ofreciendo buen trato al difunto Rey Felipe, porque aunque mercader, no soy muy dado a usuras, lo que me valió una licencia de representación de sus cortes en esta zona.
Debió adentrarse ya el otoño de ese año 1653, cuando aquí todavía no temblaba mucho la tierra ni los hombres marchaban en masa a la guerra, y se con buen criterio que Don Juan, el Padre Bazán y el resto de los curas disfrutaron de travesía tranquila pero incómoda por los Principados Alemanes. Las guerras de ahí les obligaron a desviar alguna ruta, pero siendo ellos hombres inteligentes y discretos, no tuvieron demasiados problemas, al menos, que a mí se me comunicaran cuando tuve la oportunidad de conocerlos.
Don Juan quedó impresionado la primera vez que llegó a Posnania o Poznán, como la llaman los polacos y demás personas de aquí. A pesar de la evidente pobreza y podredumbre que presentaban muchos de los edificios, así como los embarrados y sucios caminillos de tierra que se habían formado, más por su uso, que por estar hechos adrede, otros de sus edificios eran reflejo de un pasado antiguo, y tenían piedras nobles y bellas maderas, unas por dentro y las otras por fuera. Aunque había sufrido alguna reforma y mejora, la Catedral de San Pedro y San Pablo, que mandó levantar un rey hace siglos, se erigía cubierta por la nieve que invadía aquel lugar, y era, con sus dos regias torres, también cripta de príncipes y reyes anteriores, que una vez gobernaron esos lugares, a los que Dios ya tenía en su gloria. Pero no era allí donde don Juan y los curas tenían que ir.
Su destino era la Universidad Jesuita del lugar, que era dónde finalizaba el viaje de los religiosos. A Don Juan se le daría un dinero y la bendición de Dios por su tarea como acompañante armado, porque se hizo con un estoque en una ciudad alemana, y prestó buen servicio protegiendo a los curas, más débiles y viejos.
Tampoco estaban acostumbrados a las gentes del lugar, ni mucho menos al frío. Aunque la nobleza vestía más a modo occidental, indistintamente modas italianas, españolas, alemanas o francesas, los pobres se tenían que refugiar en casa por el frío, incluso muchos de los niños, para los que a veces no había ropa, pasaban el invierno metidos en palanganas y grandes cubetas en las que calentaban agua, para no morir congelados. Muchos pastores hacían negocio con lana por las fechas, pero como he dicho a su buena Majestad, lo mío era el grano y ser hombre de provecho para la Corona, así que nunca participé en este tipo de empresas.
Se confeccionaban también, para estos más pobres y otros no tato, ropas de pieles sin demasiada elaboración, que casi parecían recién arrancadas de la bestia salvaje, pero lo que más se trabajaba era esta lana que he dicho, con la que se hacen gruesísimos atuendos para hombres y mujeres, que normalmente llegaban hasta los pies, y muchas veces, si no quedaba más remedio, se ponían directamente sobre la piel, sin utilizar calzas o enaguas. Los sombreros para ellos difieren también el ala ancha, el plano o el caído, y siendo de menor tamaño, cubren gran parte de la cocorota y a veces las orejas, ya que están pensados para el frío y no para el sol, de quien nadie en su juicio querría ocultarse ni buscar sombra en estos lugares.
Pero todo esto ya lo sabrá Su Majestad, al igual que los hermosos lugares de culto que se encuentran en el interior de la Universidad Jesuita, que levantaron ellos mimos. Su herramienta más práctica es la imprenta que hay en su interior, que les es de gran ayuda para difundir y traducir divino conocimiento.
Vamos ya a lo que nos atañe hasta aquí, que es cuando este hombre, Don Juan, llegó pelado por el frío a donde yo residía, y eso que ya hacía algún tiempo que había pasado el año. Yo no me esperaba esta visita, para ser ciertos, e interrumpió mi concentración en una carta cuya destinataria, además de bella, tiene un padre poderoso. Pero ese es otro asunto.
Recuerdo bien la primera vez que lo vi; entró en mi salón, calzando botas sombrías y una capa no muy gruesa, con bastante porquería, por lo que era difícil distinguir sus colores originales. Supongo que la compró a conciencia oscura para que se notara menos, o eso esperé en aquel momento. Ese día estaba afeitado, y tenía piel muy clara y curtida –esto no se bien si por el congelamiento o porque era soldado- Su nariz, era fina y alargada. La mirada marrón y el cuerpo más bien delgado, aunque la complexión de su espalda dio más a entender que era por hambre y no por formación. La estatura media y el pelo muy oscuro que no negro, así de ese color pintaba su media melena alborotada. Se trataba de un español bastante vulgar, y esa es la primera impresión que da, de esos que te encuentras embriagado en los aledaños del teatro, pero mostró bastante seriedad en su actitud, y no dijo palabra. Como era de esperar, vestía calzas y un jubón otoñal, descosido y parcheado, sobre todo por donde las axilas, así que entendí que no era al primero que vestían.
Disculpe Su majestad si le entretengo describiendo, pero es parte de mí el ser meticuloso con las primeras impresiones. Lo acompañaba Esteban, que es mi ayudante más fiel. Es un lituano al que contraté hace ya años, y que ha destacado por ser siempre leal, eficaz y discreto. Le delegaba muchas tareas, dirigiendo y sirviendo de ayuda para planificar muchos viajes y rutas. Como resulta la obviedad, no se llama así, pero cuando lo contraté me resultó imposible pronunciar correctamente su nombre. Su nombre real es bastante parecido, y ahora que domino el idioma podría llamarle por como lo bautizaron, pero me dijo que ya se había acostumbrado a Esteban, así que con Esteban se quedó.
- Podéis iros todos. Gracias Esteban. – Mi servicio es oriundo, como cabe de esperar, del lugar, así que dije esto en polaco. Quería saber que esperaba de mí ese hombre, que no sabía entonces cómo se llamaba. Las señoras del servicio abandonaron mi sala no sin demostrar cierto descontento, porque lo exótico del castellano las hacía tener curiosidad.
Recuerdo todavía aquel lugar. Mi pequeña hacienda en Varsovia, su jardincillo, los muros en mármol y piedra pulida, y el interior con suelos en maderas nobles y alfombras y cortinas bermellón. Un poco llamativo, pensará su majestad, pero tendría que ver por sí mismo como eran la del resto de los notables y hombres ricos de la zona...
Entregó educadamente, lento y sin hablar, y como corresponde tratar a un hombre de mi posición, guardando distancias, y con el debido respeto... Bueno, Su Majestad ya sabe cómo. Me dio una carta, en la que se incluían algunos de sus datos, comportamiento, el servicio prestado a los curas que ya le conté antes, y toda la información que ya he dicho sobre su pasado, que no repetiré para no hacer perder el tiempo.
Aunque no conocía personalmente al Padre Bazán, que es el que firmó y selló la carta, como buen jesuita era hombre conocido, educado y bien relacionado. Y se de buena fe que muchos de los dominicos que por las Españas hacen sus tareas no le tenían buen aprecio, pero eso a mí no me concierne.
Me agradó de primeras ver a un compatriota, así que lo mande sentar, eso sí, muy sereno yo.
- Así que buscando trabajo. – Así dije, distendida y elegantemente.
- Así es, Excelencia. –Al fin abrió la boca.
- No me llaméis Excelencia, Don Juan, que no soy el embajador, aunque eso ponga en la carta. – Y es que, a pesar de mis servicios y mi reconocimiento, el Rey de la Españas que estaba, aunque me dio permiso como representante de la corona para determinados actos, y me confió esta tarea, que yo acepté con agrado, nunca me hizo nombrar embajador, muy a mi pesar.- ¿Y que se te ha perdido por Varsovia? Sólo si puede saberse. –Pregunte firme.
- Lo mismo que en España. –Me hizo saber, como a aquel que lo mismo le da estar aquí o allá- Ya cumplí con los curas, y ya que estoy aquí por recomendación, señor... –Supuse que se había olvidado de mi nombre, el muy cazurro, pero le perdoné sin recriminar nada
- Puedes llamarme Don Alfonso Pérez-Jimena. – Que es así como me llamo.- Por cierto, aquí pone que te llamas Juan, pero no dice nada de tu apellido. Sólo que naciste en Madrid, que es lo que dijiste a los curas. –Me lo creí, muchos nacían en Madrid.-
- Eso es correcto, mi Señor Pérez- Jimena. –Dijo él, muy servil.
- No es mi costumbre ser maleducado, pero... ¿No tienes apellido? ¿Eres uno de esos hijos de la tierra, cuyo padre es mal fulano? No suelo ser tan directo, pero entenderás que me resulta sospechoso, y me gustaría saberlo. –Hoy pienso que me excedí, pero por aquel entonces era más joven e impetuoso. De igual manera y por otra parte, también tenía derecho a saber quien contrataba, ¿no lo cree así Su Majestad?
- Soy buen castellano –elevó el tono, muy confiado él. – Y claro que tengo apellido, y de muy buena familia.
-Ya. –Expresé yo muy cortante, no sin entonarme descortés. - Un hidalgo supongo. –Dije al fin. - Hasta hoy no he conocido español que no sea, al menos, eso. Es curioso.
- Si molesto aquí... – Y así se levantó él, decidido y molesto.
- No, no molestas, vuelve a sentarte. – Me dispuse más amable, pero igualmente firme.- Bien. En vista de que usted, que dice ser Don Juan, no hace gala de sus nobles armas familiares, creo conveniente darle al menos una denominación. Serás Don Juan de Madrid, porque allí es dónde has nacido, ¿no es así?
- Es así. – Confirmó serio.- Pero no veo necesario tener un apellido aquí.
-Sí que es necesario. –Le corté. Tengo mucho servicio, y sabe bien Su Majestad, aunque no trate directamente con el suyo, que hay que dejar claro quién manda. Las gentes de aquí son discretas, cayadas, aceptan órdenes y las cumplen. Salvando las mujeres y cuando se emborrachan, pero para eso les doy permisos. Había perdido la costumbre de las réplicas del Manzanares. – Por cierto, aquí son bastante permisivos con la fe, así que si lo haces por eso no te preocupes, nadie te va a juzgar. Estas tierras están llenas de judíos y herejes.
- Dije que soy muy noble, y que no es por eso. – Volvió a replicar.
- Está bien. A mí no me importa, mientras sepas trabajar. Soy un mercader y un hombre práctico. – Y así soy yo.- Una de las mujeres te preparará ahora un catre, en el edificio contiguo, que es dónde viven algunos de los hombres que me sirven. Estarás a prueba un tiempo, para ver que sabes hacer. De momento te daré alojamiento, comida... Ah, y convendría que te dieras un baño. En el sótano tienes agua, diré que te la calienten si así lo deseas, pero no abuses de este lujo. La leña es algo escasa en esta época del año. Puedes darle esa ropa a la mujer para que la tire o la queme, aquí no te va a servir de mucho.
- Prefiero guardarla. – Me hizo saber. A mí me daba igual que quisiera hacer con sus harapos.
- Ya te cansarás de ella. Si enfermas por el frío y te mueres no vas a poder trabajar. Tú verás, pero no pienso pagar médicos. Todavía no te conozco. De momento esta recomendación del Padre Bazán debería ser suficiente para darte un voto de confianza. No lo olvides y cumple con las órdenes que se te asignen. Ahora mandaré hacer lo que te dije a alguna muchacha, mientras tanto, espera en la entrada, que estoy muy ocupado cumpliendo tareas.
- Muy bien, señor Pérez-Jimena. – Hizo un amago de reverencia con la cabeza, dispuso sus armas en la cintura, que había apartado para tomar asiento, y marcho sereno y calmado hacia donde le mandé. Me despedí de él haciendo un gesto con la cabeza.
“Buena incorporación, este Juan de Madrid” pensé para mí en ese momento. Si de verdad el Padre Bazán lo tenía en buena consideración, seguro, pensé en aquel momento, que podría resultarme útil para un par de encargos de provecho. Pero no pensé en eso hasta entrada la noche, si mal no recuerdo, cuando me entra el sueño. Miré por la ventana, porque volvía a nevar. Luego me aislé de todo. Recuperé el papel que había dejado, y seguí escribiendo a esa jovencita polaca, que tantos quebraderos de cabeza y corazón me traía.
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Deba saber Su Católica Majestad, el que sin duda es el de más calidad de mis amigos, que ya es buena hora para hacerle saber los hechos acontecidos más a oriente de donde gobierna el Emperador de los Romanos. Como es en confianza, y nuestro Rey es hombre sabio, no creo que tenga inconveniente si omito los tratos y formas que se merece por la gracia de Dios nuestro señor.
Sepa la más alta dignidad de las Españas, que tiene un hombre que combatió por ellas en Rocroi, que fue hecho preso y años más tarde abandonado a su suerte en París, donde, haciéndose pasar por viajero milanés, fue entregado por uno de la milicia del lugar “que lo devolvió a su sitio”, juntándole de buena fe con una de esas compañías mercenarias italianas que rondan por Europa al servicio del monarca o gobernante que les de buena recompensa.
Y todo esto lo sé también de buena fuente, así que crea lo que le voy a contar, porque todo lo acontecido a partir de 1653, año de nuestro Señor, si no lo he visto yo mismo desde mis propios ojos, lo sé de buena mano.
Entró este hombre, que italiano sabía poco, porque era castellano, en la taberna. Quien hizo venir este hombre a mí más tarde, me describió el lugar como pestilente, acorde con los burgos donde se encontraba el antro. Si bien es cierto que italianos, españoles o franceses no difieren demasiado a la hora de vestir, desprendía este señor, Don Juan de Madrid, un hedor impropio incluso para un viajero que llevaba semanas o sino meses sin más contacto con el agua que el de su propia orina. Lamento que Su Majestad tenga que imaginarse semejantes pestes presentes en personas y edificios, pero es lo que a mí me contaron.
Se despidió del francés que lo había dejado ahí, más no quiso contradecirle por no llamar la atención –ser pobre siempre ha sido mal negocio, pero ser pobre y español en París era sumamente peligroso en aquel entonces- y caminó dos pasos hacia un asiento libre junto a una mesilla, cerca de la puerta. Como no tenía sombrero, ni nada parecido para cubrirse, agachó la cabeza para no llamar la atención, queriendo esperar a que el francés se alejara del lugar. Aquello era un agujero de putas y vicios del diablo, y que no se confunda Su Majestad, que yo no he perdido formas ni soy mal hablador, pero esto es lo que me hicieron saber. El hombre que regentaba aquel sitio también era italiano, así que no era de extrañar que se reunieran por el lugar paisanos. Cuando fue el castellano a abandonar el lugar, tratando de ser discreto, el dueño, un siciliano, le apeló en voz alta, haciéndose el silencio:
- ¿No va a refrescarse el viajero con buen vino de la Toscana? – Preguntó en su lengua. Don Juan, que había ejercido algún cargo de responsabilidad en una columna italiana cuando le tocó, sirviendo al Rey Habsburgo, se pudo valer de lo poco aprendido en aquel tiempo para engañar franceses y no ser recriminado, pero de lo dicho por el tabernero no hubo palabra que entendiera. Así que negó con la cabeza, estando tenso. Se levantó uno de los camaradas con calma, mientras la expectación y el silencio continuaban siendo respetados por quienes estaban allí.
- Tú no eres de por aquí ¿Ah? – Y esto Don Juan si lo entendió, ya que lo dijo en castellano.
- No. – Contestó entrecortando un suspiro. El italiano iba bien peinado, y aunque no pudiera lucir ropas nobles, sus botas, calzones y camisa andaban limpios. Desenvainó entonces el florín, enristrándolo hacia la arteria que pasa por la pierna, por dónde sepa Su Majestad, se sangra mucho si se pincha o corta.
-Y que es lo que quieres. –Preguntó chulesco y alzó la voz - ¿Tan mal anda Felipe que no puede mandar espías adecentados y educados? – Todo el mundo parecía entender el idioma, porque siguieron carcajadas y risas que rompieron la tensión para todos aquellos menos para Don Juan. Un murmullo, al otro extremo de la sala, hizo saltar a uno de los tipos que por allá rondaban, quien se adentró hacia la mesa más en la penumbra, casi oculta bajo las escaleras por las que se subía al otro piso, sacando del pescuezo a un hombre de mediana edad, pero algo entrado en años, que vestía capa, sotana y sombrero plano negro.
-¡Es otro! – Exclamó el agresor. -¡Dónde está tu Dios ahora ¿eh?!
-¡Por Dios, piedad! – Gritó Don Juan con desgarro al ver al cura colorado y tembloroso tendido en el suelo. Se descubrió rápidamente otro sacerdote, este más viejo, quien, casi tropezándose consigo mismo, entregó un sobre al hombre que estaba asfixiando a su compañero. Me dijeron que el bruto no sabía leer, y le entregó el papel al que era su jefe. Sin apartar el pincho del muslo de Don Juan, dedicó unos instantes a leerla. Después miró al español:
- Tú no eres un espía. – Dijo el italiano con serenidad.
-No. – Habló tenue el castellano y tragó saliva. – No lo soy.
- No, no lo eres. –Aclaró de nuevo.- He trabajado para muchos funcionarios españoles. Son más arrogantes. Suéltalo –apeló a su colega con parsimonia, quien dejó al fin respirar al cura, que casi se muere. Envainó el jefe de aquella gente el arma también, para alivio del buen Don Juan. –Bien – prosiguió el italiano- No me gustan las casualidades extrañas, pero tampoco quiero problemas con la iglesia, ni interferir en su divina voluntad –se hizo notar en esto último sarcástico- Podrían fastidiar muchos negocios. Además, ya mataremos muchos la semana que viene, cuando vayamos a la guerra.- para finalizar, aludió a los españoles.- Bien. Largo de aquí.
No resulta extraño pensar que el Padre Bazán, que era amigo mío y conocí aquí en Polonia, se interesara por tan atípico personaje, apiadándose de él por encontrarse en tierras que no le eran amistosas. Le contó Juan parte de su historia, que luego me contaron a mí, y que explique antes.
-Así que soldado. – Dijo el cura.
- Fui soldado. – Contestó Juan. – Varias veces. ¿A dónde vamos?
- A un lugar más generoso. – Le explico el Padre que, obviamente, no habían ido antes ahí, porque no está bien visto hacer abusos ni pedir o deber favores. – Pero vistos los acontecimientos, será mejor ir para el Colegio de Clemont. Pasaron varios minutos tras caminar cerca de donde está el río Sena. - ¿Y cómo no trataste de luchar cuando estábamos ahí, siendo bravo soldado español, que es lo que has dicho que eres?
- Uno cuando muere deja de ser bravo. -Reflexionó en alto.- Rezaba, Padre, Rezaba. Porque si se una cosa, es que aunque fui buen soldado, los soldados son hombres, y mueren. Y tampoco pueden hacer más voluntad que la que Dios le entregó al hombre. Así que lucho cuando es mi voluntad, y rezo cuando estoy en la de Dios. ¿Sabe Padre, que soy temeroso del Diablo?
-¿Y te preocupa ahora el Diablo?
-Como se nota que no es usted hombre de armas. A un soldado siempre le preocupa el Diablo, porque sabe que tan pronto como se acueste nunca despierta y tiene que rendir cuentas. Hoy casi nos mandan al diablo, a mí, y a su compañero.
- Dios le libre de pecado. – Miró el cura a su compañero, que respondió con mueca alegre. – Me alegra saber que practicas la piedad. ¿Quién te enseñó eso?
- Mi tío, que era un dominico. –dijo Don Juan muy calmado, mirando a la nada.
-Oh, que interesante... ¿Y que espera un siervo armado de Dios en la vida, aparte de ganarse la salvación?
- Todavía no lo pensé.
-¿No lo pensaste? ¿Volver al frente, ganar botín, comprar tierras, conseguir mujer...? ¿No son esas las cosas que esperáis de la vida los soldados?
- Eso sí lo pensé.
-¿Y a dónde ibas? – Volvió a interrogar el sacerdote.
- Ya dije que no lo sé. – Respondió Don Juan algo incómodo.- Supongo que a Madrid, que por eso es donde nací. A hacer algo.
-Ah, pues eso está muy bien, supongo. Supongo que sí. – El Padre le respondió con ambivalencia.
- No acostumbro a que me traten como a un crío, Padre Bazán. –Dijo ásperamente. – Ha conseguido liarme. Supongo que vuelvo a Madrid por instinto, es mi lugar. Quizá debería rezar menos y pensar más.
-Yo no dejaría de rezar.
- ¿Y ahora porque?
- Porque no le ha ido mal rezando. Entiendo su frustración por aquella batalla, pero no conozco muchos que pierdan batallas y vivan.
- Fui hecho preso.
- Y salió vivo. – Respondió el cura conciso.
- La verdad que sí. Cuando pensaron que me moría, me largaron para no contaminar al resto de presos. Igual hay paz pronto, y los intercambios siempre son lucrativos.
- Y justo cuando casi le abren las piernas, aparece un cura. ¿No le parece eso señal divina, Don Juan?
-¿Se está riendo de mí? – La conversación ya se había tornado algo jocosa. - ¿Y porque hablo yo con usted de estas cosas? Salvando que me fue de ayuda en la taberna, pero eso se lo tendrá que pagar Dios.
- Dígame señor, ¿tenía usted buenos amigos en prisión?
- Es usted malo, Padre. –Dijo, pero ahora ya sonreía un poco.
-Pues será por eso. –Concluyó el cura.
-Y dígame, ya que estamos en confianzas. ¿A qué se dedica tan ilustre hombre de paz y Dios en la tierra? ¿A qué dedica sus días?
- ¿No lo ve? ¡A hacer amigos! – El resto de los sacerdotes, aunque continuaban en silencio entre las calles pedregosas de París, prestaban atención a la conversación disimulando gestos cada vez que Don Juan se contrariaba. En realidad estaban de buen humor, aunque fresca, la brisilla que se dejaba correr entre las callecillas era de agradecer, ya que los ropajes negros, la capa y la escasa carga que llevaban consigo acaloraban. Salieron por fin al atardecer a una vía algo más ancha, donde había gentes de todas clases y algunos mercados. El ambiente en París era algo tenso en aquel entonces, así que tampoco se respiraba mucha alegría, y los soldados, distinguidos más por mostrar armas y una disciplinada actitud que por ir uniformados, controlaban el populacho. – Eso mismo hago, -prosiguió el cura. – Dios quiso que yo fuera educado en teología, lenguas, matemáticas y filosofía. Y así se ha hecho. Ahora educo a otros, soy soldado de su Santidad el Papa y llevo la ley de Dios nuestro Señor allí dónde más falta hace. Siempre intento hacer cosas que hagan bien a los demás. Cuando llegue el día, y eso ya es otro asunto, el Señor juzgará si obré de buenas maneras. De momento no me preocupa otra cosa. Ya hemos llegado.
El edificio del Colegio de Clemont, destacaba por su soberbio portón acristalado, enmarcado en un arco de excelente gusto, conformado por piedra blanquecina. Vieron salir gentes con aires distinguidos, que son los nobles, hombres ricos y otras élites a los que la Compañía de Jesús ofrece una excelente educación por Europa, llegando misiones incluso a las Indias Orientales y Asia. El Padre Bazán y su séquito, que habían abandonado Navarra rumbo a Roma, para recibir órdenes en París, esperaban realizar allí su última parda antes de partir hacia el Este.
Y así es como quiso El Señor poner fortuna para este Juan, que se juntó con los curas, quienes le dieron aquella noche un lugar donde dormir con paz en aquel colegio, y descansó como todo buen hombre se merece. El Padre Bazán, que es un hombre sabio, supo poner en juicio la buena fe del castellano, y le hizo con un trabajo en calidad de escolta, para irse todos juntos al Este. Juan, que era diestro en armas y corajoso, aceptó sin más rechistes la compañía y la paga, y hacia esta buena tierra, la República de Polonia-Lituania, marcharon al día siguiente.
Como bien sabrá su Majestad, andaba yo inmerso en mis negocios, para provecho propio y la Corona, porque soy buen patriota, mandando cargar caravanas y bajeles con el excelente grano que llega desde el campo a Varsovia, y que yo mismo encargaba disponer hacia Sevilla, Barcelona o Valencia, siempre ofreciendo buen trato al difunto Rey Felipe, porque aunque mercader, no soy muy dado a usuras, lo que me valió una licencia de representación de sus cortes en esta zona.
Debió adentrarse ya el otoño de ese año 1653, cuando aquí todavía no temblaba mucho la tierra ni los hombres marchaban en masa a la guerra, y se con buen criterio que Don Juan, el Padre Bazán y el resto de los curas disfrutaron de travesía tranquila pero incómoda por los Principados Alemanes. Las guerras de ahí les obligaron a desviar alguna ruta, pero siendo ellos hombres inteligentes y discretos, no tuvieron demasiados problemas, al menos, que a mí se me comunicaran cuando tuve la oportunidad de conocerlos.
Don Juan quedó impresionado la primera vez que llegó a Posnania o Poznán, como la llaman los polacos y demás personas de aquí. A pesar de la evidente pobreza y podredumbre que presentaban muchos de los edificios, así como los embarrados y sucios caminillos de tierra que se habían formado, más por su uso, que por estar hechos adrede, otros de sus edificios eran reflejo de un pasado antiguo, y tenían piedras nobles y bellas maderas, unas por dentro y las otras por fuera. Aunque había sufrido alguna reforma y mejora, la Catedral de San Pedro y San Pablo, que mandó levantar un rey hace siglos, se erigía cubierta por la nieve que invadía aquel lugar, y era, con sus dos regias torres, también cripta de príncipes y reyes anteriores, que una vez gobernaron esos lugares, a los que Dios ya tenía en su gloria. Pero no era allí donde don Juan y los curas tenían que ir.
Su destino era la Universidad Jesuita del lugar, que era dónde finalizaba el viaje de los religiosos. A Don Juan se le daría un dinero y la bendición de Dios por su tarea como acompañante armado, porque se hizo con un estoque en una ciudad alemana, y prestó buen servicio protegiendo a los curas, más débiles y viejos.
Tampoco estaban acostumbrados a las gentes del lugar, ni mucho menos al frío. Aunque la nobleza vestía más a modo occidental, indistintamente modas italianas, españolas, alemanas o francesas, los pobres se tenían que refugiar en casa por el frío, incluso muchos de los niños, para los que a veces no había ropa, pasaban el invierno metidos en palanganas y grandes cubetas en las que calentaban agua, para no morir congelados. Muchos pastores hacían negocio con lana por las fechas, pero como he dicho a su buena Majestad, lo mío era el grano y ser hombre de provecho para la Corona, así que nunca participé en este tipo de empresas.
Se confeccionaban también, para estos más pobres y otros no tato, ropas de pieles sin demasiada elaboración, que casi parecían recién arrancadas de la bestia salvaje, pero lo que más se trabajaba era esta lana que he dicho, con la que se hacen gruesísimos atuendos para hombres y mujeres, que normalmente llegaban hasta los pies, y muchas veces, si no quedaba más remedio, se ponían directamente sobre la piel, sin utilizar calzas o enaguas. Los sombreros para ellos difieren también el ala ancha, el plano o el caído, y siendo de menor tamaño, cubren gran parte de la cocorota y a veces las orejas, ya que están pensados para el frío y no para el sol, de quien nadie en su juicio querría ocultarse ni buscar sombra en estos lugares.
Pero todo esto ya lo sabrá Su Majestad, al igual que los hermosos lugares de culto que se encuentran en el interior de la Universidad Jesuita, que levantaron ellos mimos. Su herramienta más práctica es la imprenta que hay en su interior, que les es de gran ayuda para difundir y traducir divino conocimiento.
Vamos ya a lo que nos atañe hasta aquí, que es cuando este hombre, Don Juan, llegó pelado por el frío a donde yo residía, y eso que ya hacía algún tiempo que había pasado el año. Yo no me esperaba esta visita, para ser ciertos, e interrumpió mi concentración en una carta cuya destinataria, además de bella, tiene un padre poderoso. Pero ese es otro asunto.
Recuerdo bien la primera vez que lo vi; entró en mi salón, calzando botas sombrías y una capa no muy gruesa, con bastante porquería, por lo que era difícil distinguir sus colores originales. Supongo que la compró a conciencia oscura para que se notara menos, o eso esperé en aquel momento. Ese día estaba afeitado, y tenía piel muy clara y curtida –esto no se bien si por el congelamiento o porque era soldado- Su nariz, era fina y alargada. La mirada marrón y el cuerpo más bien delgado, aunque la complexión de su espalda dio más a entender que era por hambre y no por formación. La estatura media y el pelo muy oscuro que no negro, así de ese color pintaba su media melena alborotada. Se trataba de un español bastante vulgar, y esa es la primera impresión que da, de esos que te encuentras embriagado en los aledaños del teatro, pero mostró bastante seriedad en su actitud, y no dijo palabra. Como era de esperar, vestía calzas y un jubón otoñal, descosido y parcheado, sobre todo por donde las axilas, así que entendí que no era al primero que vestían.
Disculpe Su majestad si le entretengo describiendo, pero es parte de mí el ser meticuloso con las primeras impresiones. Lo acompañaba Esteban, que es mi ayudante más fiel. Es un lituano al que contraté hace ya años, y que ha destacado por ser siempre leal, eficaz y discreto. Le delegaba muchas tareas, dirigiendo y sirviendo de ayuda para planificar muchos viajes y rutas. Como resulta la obviedad, no se llama así, pero cuando lo contraté me resultó imposible pronunciar correctamente su nombre. Su nombre real es bastante parecido, y ahora que domino el idioma podría llamarle por como lo bautizaron, pero me dijo que ya se había acostumbrado a Esteban, así que con Esteban se quedó.
- Podéis iros todos. Gracias Esteban. – Mi servicio es oriundo, como cabe de esperar, del lugar, así que dije esto en polaco. Quería saber que esperaba de mí ese hombre, que no sabía entonces cómo se llamaba. Las señoras del servicio abandonaron mi sala no sin demostrar cierto descontento, porque lo exótico del castellano las hacía tener curiosidad.
Recuerdo todavía aquel lugar. Mi pequeña hacienda en Varsovia, su jardincillo, los muros en mármol y piedra pulida, y el interior con suelos en maderas nobles y alfombras y cortinas bermellón. Un poco llamativo, pensará su majestad, pero tendría que ver por sí mismo como eran la del resto de los notables y hombres ricos de la zona...
Entregó educadamente, lento y sin hablar, y como corresponde tratar a un hombre de mi posición, guardando distancias, y con el debido respeto... Bueno, Su Majestad ya sabe cómo. Me dio una carta, en la que se incluían algunos de sus datos, comportamiento, el servicio prestado a los curas que ya le conté antes, y toda la información que ya he dicho sobre su pasado, que no repetiré para no hacer perder el tiempo.
Aunque no conocía personalmente al Padre Bazán, que es el que firmó y selló la carta, como buen jesuita era hombre conocido, educado y bien relacionado. Y se de buena fe que muchos de los dominicos que por las Españas hacen sus tareas no le tenían buen aprecio, pero eso a mí no me concierne.
Me agradó de primeras ver a un compatriota, así que lo mande sentar, eso sí, muy sereno yo.
- Así que buscando trabajo. – Así dije, distendida y elegantemente.
- Así es, Excelencia. –Al fin abrió la boca.
- No me llaméis Excelencia, Don Juan, que no soy el embajador, aunque eso ponga en la carta. – Y es que, a pesar de mis servicios y mi reconocimiento, el Rey de la Españas que estaba, aunque me dio permiso como representante de la corona para determinados actos, y me confió esta tarea, que yo acepté con agrado, nunca me hizo nombrar embajador, muy a mi pesar.- ¿Y que se te ha perdido por Varsovia? Sólo si puede saberse. –Pregunte firme.
- Lo mismo que en España. –Me hizo saber, como a aquel que lo mismo le da estar aquí o allá- Ya cumplí con los curas, y ya que estoy aquí por recomendación, señor... –Supuse que se había olvidado de mi nombre, el muy cazurro, pero le perdoné sin recriminar nada
- Puedes llamarme Don Alfonso Pérez-Jimena. – Que es así como me llamo.- Por cierto, aquí pone que te llamas Juan, pero no dice nada de tu apellido. Sólo que naciste en Madrid, que es lo que dijiste a los curas. –Me lo creí, muchos nacían en Madrid.-
- Eso es correcto, mi Señor Pérez- Jimena. –Dijo él, muy servil.
- No es mi costumbre ser maleducado, pero... ¿No tienes apellido? ¿Eres uno de esos hijos de la tierra, cuyo padre es mal fulano? No suelo ser tan directo, pero entenderás que me resulta sospechoso, y me gustaría saberlo. –Hoy pienso que me excedí, pero por aquel entonces era más joven e impetuoso. De igual manera y por otra parte, también tenía derecho a saber quien contrataba, ¿no lo cree así Su Majestad?
- Soy buen castellano –elevó el tono, muy confiado él. – Y claro que tengo apellido, y de muy buena familia.
-Ya. –Expresé yo muy cortante, no sin entonarme descortés. - Un hidalgo supongo. –Dije al fin. - Hasta hoy no he conocido español que no sea, al menos, eso. Es curioso.
- Si molesto aquí... – Y así se levantó él, decidido y molesto.
- No, no molestas, vuelve a sentarte. – Me dispuse más amable, pero igualmente firme.- Bien. En vista de que usted, que dice ser Don Juan, no hace gala de sus nobles armas familiares, creo conveniente darle al menos una denominación. Serás Don Juan de Madrid, porque allí es dónde has nacido, ¿no es así?
- Es así. – Confirmó serio.- Pero no veo necesario tener un apellido aquí.
-Sí que es necesario. –Le corté. Tengo mucho servicio, y sabe bien Su Majestad, aunque no trate directamente con el suyo, que hay que dejar claro quién manda. Las gentes de aquí son discretas, cayadas, aceptan órdenes y las cumplen. Salvando las mujeres y cuando se emborrachan, pero para eso les doy permisos. Había perdido la costumbre de las réplicas del Manzanares. – Por cierto, aquí son bastante permisivos con la fe, así que si lo haces por eso no te preocupes, nadie te va a juzgar. Estas tierras están llenas de judíos y herejes.
- Dije que soy muy noble, y que no es por eso. – Volvió a replicar.
- Está bien. A mí no me importa, mientras sepas trabajar. Soy un mercader y un hombre práctico. – Y así soy yo.- Una de las mujeres te preparará ahora un catre, en el edificio contiguo, que es dónde viven algunos de los hombres que me sirven. Estarás a prueba un tiempo, para ver que sabes hacer. De momento te daré alojamiento, comida... Ah, y convendría que te dieras un baño. En el sótano tienes agua, diré que te la calienten si así lo deseas, pero no abuses de este lujo. La leña es algo escasa en esta época del año. Puedes darle esa ropa a la mujer para que la tire o la queme, aquí no te va a servir de mucho.
- Prefiero guardarla. – Me hizo saber. A mí me daba igual que quisiera hacer con sus harapos.
- Ya te cansarás de ella. Si enfermas por el frío y te mueres no vas a poder trabajar. Tú verás, pero no pienso pagar médicos. Todavía no te conozco. De momento esta recomendación del Padre Bazán debería ser suficiente para darte un voto de confianza. No lo olvides y cumple con las órdenes que se te asignen. Ahora mandaré hacer lo que te dije a alguna muchacha, mientras tanto, espera en la entrada, que estoy muy ocupado cumpliendo tareas.
- Muy bien, señor Pérez-Jimena. – Hizo un amago de reverencia con la cabeza, dispuso sus armas en la cintura, que había apartado para tomar asiento, y marcho sereno y calmado hacia donde le mandé. Me despedí de él haciendo un gesto con la cabeza.
“Buena incorporación, este Juan de Madrid” pensé para mí en ese momento. Si de verdad el Padre Bazán lo tenía en buena consideración, seguro, pensé en aquel momento, que podría resultarme útil para un par de encargos de provecho. Pero no pensé en eso hasta entrada la noche, si mal no recuerdo, cuando me entra el sueño. Miré por la ventana, porque volvía a nevar. Luego me aislé de todo. Recuperé el papel que había dejado, y seguí escribiendo a esa jovencita polaca, que tantos quebraderos de cabeza y corazón me traía.
Última edición por Dosjotas el Jue Abr 11, 2013 3:54 pm, editado 2 veces